Poemas de Diego Otero
De: Nocturama (2009)
EDITADO POR ÁLBUM DEL UNIVERSO BAKTERIAL.
1991
Un chico de casaca azul corre hasta la baranda y lanza
los binoculares al vacío.
El fondo de la escena es gris y revuelto, y jala
como un mar endiablado. Pero
no importa:
toda heroicidad exige desapego
(y exige también
intensidad).
¿Y por qué has lanzado los binoculares al vacío?,
pregunta una voz
que solo existe para esa frase y se consume
como pólvora –o como cualquier otra representación de
lo rápido
y lo definitivo.
Simple, respondo (ganado por una improbable confianza,
y pese a la absurdidad
de hablarle a nadie):
Para pasar a la acción.
Tengo 18 años y no sé quién es ella, pero
acabo de comprar un par de cigarros sueltos y miro
al otro lado de la pista:
un Volkswagen blanco completamente cubierto
de humedad. Una chica de pelo negro
que sonríe y entrecierra los ojos como para diferenciar lo que quiere ver de
lo que no–
Alguien podría decir
perfectamente: es el vértigo
y la promesa
de equilibrio
como la misma arena
que se escapa
entre mis puños
cerrados.
Pero te queda muy bien esa falda,
de cualquier modo.
Y si vamos al cine
podemos ver el cielo de Lima como una pantalla
así.
Y si tenemos algo a mano
podemos incluso rasgar la tela sobre la que se proyectan
las cosas.
Y podemos incluso atravesarla.
Adentro de mí a veces transcurren fiestas y estalla un ramo
precioso
de fuegos artificiales. Te lo juro.
Y si no me crees,
amor,
recuerda que un cuchillo afilado siempre es hoja
pero es también empuñadura,
y es la sangre
que espera aún bajo la piel de la víctima.
El chico de casaca azul le da la espalda al vacío. Camina unos pasos
sobre el extraño diseño
de las baldosas.
Los cuchillos se ocultan entre la ropa de invierno.
Los binoculares parecen un punto en el abismo.
El amor es un crimen en defensa propia.
1. los cuchillos se ocultan entre la ropa de invierno
Indecision blues
Ella y tú están echados en la cama, casi a oscuras.
Ella escucha música con audífonos
y los ojos cerrados,
y se golpea con dos dedos, en el pecho,
entre las tetas,
como practicando una silenciosa percusión
personal.
A ti te
ilumina la cara la luz de la pantalla, y en cada uno de
tus ojos
habría una tormenta
si fueras un tipo atormentado. Pero eres más bien un tipo
que teme mojarse el dedo índice con saliva
y levantarlo
justo en el instante
en que todos los vientos del mundo se detienen.
Esta noche soñarás que la pantalla se apaga
gradualmente como un atardecer,
y que una mantarraya ansiosa y rápida
merodea la cama
en el cuarto inundado.
Esta noche ella también soñará
pero tú no conocerás su sueño.
Cada nuevo símbolo
proyecta una sombra que cubre al anterior, pensarás
medio dormido,
e imaginarás
que ella te canta al oído y te susurra, como Chrissie Hynde,
una canción que no habla
de absolutamente nada
o quizá sí.
–Te necesito cerca
pero te necesito lejos,
dice la letra.
Al fondo de la canción hay una puerta que se cierra
por dentro.
Oración de bar
Eso es. Quieres hacer una canción que sea escudo
y a la vez amuleto.
Porque anoche hacía demasiado calor
y algo brillaba intensamente
y desaparecía
tras nuestra usual neblina. Y yo,
necio,
abrí la puerta de un bar imaginando que encontraría unos labios capaces
de decirme hola, yo
voy a cerrar el abismo para que tú
no caigas–
o quizá lo abra, solo un poco,
para que te deslices
sin hacerte daño.
Pero adentro todos estaban vestidos de esquimales
y miraban hacia la puerta
como si miraran la escena de un crimen
en otro planeta:
unos sauces enormes, un viento
desordenado,
una piscina vacía.
Una vez, hace tiempo,
alguien me dijo que prefería recibir un puñete o un botellazo a regresar a casa
sin haber experimentado aunque sea una mínima
transformación.
Desde entonces,
cada vez que salgo empuño un paraguas en
la ciudad sin lluvia,
digamos,
y espero que ese mismo viento desordenado
se vuelva extrañamente
poderoso y
me lleve consigo
y me aleje a través de la neblina.
Lejos de los bares,
por favor–
lejos de los labios y del ansia.
2. inconstancy
Este poema transcurre al interior de un juzgado estadounidense. Dos personas –llamadas aquí La amante y El amigo– testifican ante un fiscal, un juez y un jurado compuesto, como es habitual, por otras nueve personas. Los fragmentos en prosa –páginas sueltas de lo que parece un diario– son, desde luego, evidencia.
1. La amante
Se llevó las manos a los oídos
y apretó los audífonos para que solo hubiera
música.
Y chau.
Ya no
lo vi más.
Tampoco creo que haya sido un mal tipo o algo así.
Cómo decirlo–
quizá solo prefería
cortar camino.
Ya saben, como cuando
el asesino a sueldo sueña que sus balas se convierten en hostias
consagradas
una vez que han hecho su trabajo.
(El mismo asesino precavido
que limpia el silenciador
todas las noches).
A ver. Esta es una descripción del asunto,
de nuestro asunto:
Imaginen un puente que se incendia entre dos personas.
Ya.
Ahora imaginen
que incluso las palabras que lo transitan
están en llamas
y saltan.
Pero cortaba camino, como
decía.
Sus canciones no eran precisamente
sentimentales–
hablaban de los ruegos
de la piel.
2. El amigo
Es cierto. En Inconstancy
teníamos una especie de manifiesto:
se trataba de hacer música
como si se hicieran armas.
Pero decir armas era como decir labios.
Y los labios siempre son, como todos
sabemos,
negocio del vocalista.
Una vez, de la nada, empezó a hablar
imitando
lo que según él era la voz de un iluminado,
aunque ahora la recuerdo
más bien
como la de un zombie.
Antes de que se inventaran
las grabaciones de audio,
dijo,
muy serio,
antes incluso
de que existiera la escritura,
el único recipiente de la música
eran las personas–
¿Se imaginan
el asesinato de un compositor
en esas circunstancias?, ¿se imaginan
el fade
de su ritmo cardíaco, y el charco de sangre
y el desconcierto?
Día 1
Nueve horas de vuelo con escala y transbordo. Pocas veces en mi vida me he sentido tan cansado. El cansancio lo empuja todo hacia la piel; vuelve irritantes las voces de la gente, los bordes de los objetos, el transcurso del tiempo. (¿También habrá jet lag en los viajes parapsicológicos?). En fin. Entré al departamento a las cinco y salí a las siete y media. No podría decir que era un lugar frío, pero en una primera mirada no encontré marcas verdaderamente personales: había una especie de inquietante pudor en la decoración. Una frase cruzó la entrevista como una anguila eléctrica: si alguien te suplanta y lo hace mejor que tú, ¿no tiene derecho a ocupar tu lugar?
3. La amante
Esa vez se despertó con el pelo revuelto como el de
un loco.
Me miró y me dijo:
soñé con una escena de vidrio.
Una escena
en la que todo se repite
y se vuelve de vidrio,
y cuando el viento se presenta todavía en estado puro
las hojas de vidrio
de los árboles de vidrio
entrechocan y se astillan
y no llegan a
quebrarse–
y hay una especie de belleza ahí,
en esa consistente
fragilidad.
Lo único malo es que tu primera lágrima de vidrio
brota
inevitablemente
y te corta el ojo
y yo veo
–así lo dijo, con énfasis–
el modo en que la sangre cae por tu cara
como un brochazo.
4. El amigo
Una noche, cuando ya solo quedábamos
él y yo en la sala de ensayo,
me dijo que se había topado en la esquina
con un poeta
asombrosamente feo.
Un poeta
que en ciertos ángulos parecía tener seis bocas.
Lo más curioso era que todas esas bocas iban
recitando
un poema hermoso
a la vez.
(En realidad todas
menos una,
que permanecía en silencio
como la boca de los sacerdotes
durante la confesión).
Pero la impresión
fue más memorable que el poema.
Notablemente. Y
lo olvidé.
5. La amante
Como cuando algo que es frágil y valioso
se te está cayendo de las manos
y sabes
que si lo sujetas con fuerza
se puede quebrar,
pero igual, por la desesperación ante
la caída,
terminas sujetándolo con fuerza de todas maneras–
Y el objeto
efectivamente
acaba rompiéndose
entre tus manos.
Así me sujetaba él.
Así lo sujetaba yo.
Día 4
Estaba en un auto, sentado atrás. Íbamos parejo a noventa en lo que en mi sueño era una típica carretera del centro de Estados Unidos. Íbamos siguiendo al bus. A la izquierda, en un letrero azul de esos que por momentos ciegan con el sol, se leía el nombre de un pueblo que ya no recuerdo. De pronto, justo cuando el calor y la monotonía del paisaje empezaban a cerrarme los ojos, el conductor pisó el freno como si hubiera visto a Cristo parado en el medio de la pista. Y antes de que yo pudiera reaccionar el auto ya estaba retrocediendo: en una carretera, con el acelerador al tope. Ahí, en los anteojos oscuros del conductor, que miraba la luna trasera con el torso casi completamente volteado y una expresión imperturbable, neutra, me vi reflejado, y mi cara era idéntica a la suya, pero en pánico.
Día 4 (más tarde)
¿Acaso alguien aquí actúa como si los logros del otro amenazaran el espacio de los logros de uno?
6. El amigo
Supongo que éramos, como se ha dicho, una
banda de mediano alcance.
Tampoco yo encuentro mejor forma de
calificarnos.
Digamos que la conferencia de prensa
se transmitía generalmente desde el infierno
–un infierno de asientos descosidos,
un infierno
de alfombras manchadas, un infierno de
temblores y agitaciones
disimuladas–
y que a la hora del concierto
todos los bomberos colgaban del cuello como adornos de navidad
en los árboles de un bosque carbonizado.
7. La amante
Pedí las llaves de la casa y la revisé con una minuciosidad
capaz de imponerse
a la desesperación.
No quiero decir
que haya estado desesperada–
o sí, si lo prefieren. Igual no me
avergüenza.
No encontré nada suyo. Era
como si hubiera regresado, en silencio, tras los pasos
de todas las veces que entró a
mi departamento, que jugó con la máscara africana,
que se quitó la ropa frente al espejo,
sin apuro,
y que me penetró.
Como si hubiera
regresado a llevárselo todo.
Ah, bueno,
vi las páginas discontinuas
de lo que parecía un diario.
Imagino que
eso tendría algo que ver con el supuesto periodista
sudamericano.
No lo sé.
Cuando me fui me di cuenta
de que no se puede mirar demasiado tiempo a las esquinas
de las habitaciones–
tarde o temprano
aparece una araña y nos hace un lento y silencioso
adiós
con alguna de sus extremidades.
8. El amigo
Y con los dedos índice y medio separó las costillas de la persiana
para ver qué había más allá
de su conciencia.
Es decir, el paisaje
era evidentemente una calle más o menos turbia,
pero en ese breve momento,
en esos dos o tres minutos,
algo se suspendió
y supimos que el perfil de esos edificios envejecidos, y esos
rayos de sol que parecían abrir
grietas
en la clandestinidad,
hablaban de su vida mejor que cualquier
canción,
o cualquier historia
o cualquier familiar.
Al rato volteó y moviendo los brazos
con una especie de euforia
controlada
nos dijo:
la Policía de la Monotonía
rodea el lugar, caballeros,
y no podemos sobornar a nadie ofreciéndole
inmortalidad.
¿O en verdad creen
que existe una sola musa que no tenga, en el fondo,
vocación de fantasma?
Día 7
No sé si fue culpa mía, pero intuyo que esta segunda entrevista ha sido todo menos exitosa. Algo, igual, queda claro: las canciones pueden ser el lugar en el que uno dice todas las cosas que calló cuando lo humillaron. Las cosas que calló porque se ofuscó, porque se sintió menos, porque tuvo miedo. Pero si las canciones son esa especie de lugar de revancha –no entiendo por qué no hice la pregunta en su momento–, ¿no son también una escenificación pública y periódica de la afrenta?
9. La amante
A todo el mundo le decía que la primera vez que me vio,
me vio bailando.
Nos quedamos horas esa noche.
Se dio cuenta
de la cicatriz que tengo en el ojo
y me dijo que parecía
una chica serena.
Dos meses después
ocurrió la primera discusión.
Y tuve que llevarme el dedo índice
a ese lugar
entre las piernas
para no tener que llevarlo
al gatillo.
A partir de entonces prefiero dejarle a otro
los trabajos
de magia:
Alguien siempre dispara la palabra
bala
y tú gritas
No!
pero ese grito, extrañamente, no puede detener el
argumento
–¿pero de qué argumento estamos hablando?
– y una mancha de tinta roja
empieza a descender desde uno de tus ojos,
por tu cuello,
sobre tu camisa blanca como
un papel.
10. El amigo
Al final uno de nosotros puso el micrófono en la calle
para que fuera la lluvia
quien cante y bese
y electrocute.
Día 10
Dormí doce horas seguidas, y soñé. Dormí tan profundamente que soñé que era un rockero gringo de trayectoria ascendente, o por lo menos eso decían las revistas que se publicaban en mi sueño. Neil Young (¿o era Cohen?) me daba la mano y me pedía, casi implorando: No te olvides de incluir mi encargo en el poema. ¿De qué encargo me hablaba?, ¿de qué poema?, pensaba yo, mientras me lavaba la cara en el baño de una gasolinera. (En el sueño yo no conocía la palabra grifo). Cuando levantaba la mirada veía que tenía la cara de un tipo de ochenta y que alguien a mis espaldas escribía en la puerta del baño:
no solo no hay tiempo que perder, tampoco
hay tiempo
que ganar.
Y estas palabras permanecerán aquí incluso cuando tu sueño termine.
Diego Otero. (Lima, 1973) Licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universidad de Lima, llevó cursos de literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Ha participado como coguionista y codirector de un cortometraje cinematográfico. Se desempeñó como redactor y editor en el suplemento dominical de El Comercio y fue jefe de práctica en el curso Expresión Escrita, en la Facultad de Comunicación de la Universidad de Lima. Ha publicado los libros de poemas Cinema fulgor (1998), Temporal (2005), Nocturama (2009), El Califato de Lima (2021) y la novela Días laborables (2018).