Poemas de Aketzaly Moreno
*
a José Manuel Vacah
Ceremonia
Hacinados en el cuenco inmenso de una palabra negra,
que en vez de nombrar, resopla
y consagra los elementos que copulan en la penumbra,
los centauros de las sombras,
esos animales binarios
que encaran la muerte
con el pecho abierto
y las pezuñas sin herrar,
ofician la ceremonia de la noche
al calor de las sustancias destiladas.
La letanía que dolorosamente enuncian
como inventando una lengua
hecha sólo para designar las cosas divinas,
los incendia por dentro
y se desprenden de sí mismos
y se miran contemplándose;
por el umbral que abrieron sus plegarias
desfilan voces errantes que indistintamente ríen o discuten,
sin detener su marcha.
A muchos los ha hecho desfallecer
el arrebato de la unión;
convulsionan en sus lechos
y a la distancia,
su grito es un relincho ahogado
que invoca los signos de la noche,
cuya oración es el murmullo de la ciudad;
el diálogo de la dispersión de la luz
se vuelve sermón de sombras;
el viento restriega su lengua contra los portales
que los sostienen
y son sus oraciones las que destruyen
la gravedad del canto del silencio.
A mitad del éxtasis,
todavía con la mirada impregnada de presencias
uno de ellos mira a través del tiempo,
como quien se asoma al despeñadero y distingue
que una bestia implacable avanza con su ejército de horas.
El espanto del que ha visto la cara del mañana se dispersa,
cuando en su pupila extraviada se multiplican las garras de la luz;
como las plantas que se cierran,
los cuerpos se recogen
y el letargo en que se desploman
da por terminado el culto a la noche.
*
El llanto de la roca
Me dices que te he lastimado,
y me comparas con el hombre insensible que se marcha
sin derramar siquiera una gota de sudor;
me quebraste por la mitad
para demostrar que están vacías mis entrañas
y que no estoy hecha para manar ningún tipo de fluido.
En cambio,
cuando caíste sobre mí
abrí tu carne y brotó la sangre de inmediato;
entiendo que ahora me culpes de tu dolor y tu descuido.
Pero aún no has cuestionado
de dónde mi espíritu sacó su coraje
para no doblegarse en pleno ruedo,
cuando me estrellaste contra otra roca
o elegiste patearme largo rato;
cuando me aventaste al lago duramente
o pasaste sobre mí porque era parte del camino.
Ojalá hubieras tenido edad para haberte dado cuenta
que dentro de mí,
por el efecto de los siglos,
el dolor y las lágrimas se han cristalizado;
Ojalá supieras que las costras en la piel
son la consecuencia de la mucha sangre coagulada;
que llego a ser negra o porosa
porque la noche me habita
y el sufrimiento me consume.
Es inevitable no ceder ante la fatiga del tiempo,
cuya constancia pulveriza mi nombre,
pero alabas la tersura que disfrutas
cuando, siendo otra,
con placer tus pies se entierran en la arena.
A veces temo confesar
que soy un fragmento del planeta en que ahora te sostienes;
tómame con ambas manos:
escucha el llanto del mundo
en el llanto de esta roca,
su sólido gemido
que dispersan las corrientes de los vientos;
pero si nada de eso te conmueve,
si no vibras con la pulsación sedimentada de mi magma,
si no alcanzas a sentir cómo hormiguean los minerales que me forman,
no hará falta reprocharte nada,
de antemano ya sabía,
que es complicado ese asunto
de querer consolar un dolor que es milenario.
*
Qué caro me salió haber nacido,
haber venido a este mundo
con la misma hambre que cargaba
la perra que a bien tuvo parirme.
Arrastro un cuerpo saqueado
por la herencia obligatoria de nuestras carencias;
cuando acicalo la enfermedad
con la áspera lengua de la noche
encuentro
los restos de saliva en mis heridas,
los pedazos amargos de mi carne
adheridos a la poca sangre de mis huesos;
éstos son los síntomas
de quien avanza sobre una cuerda floja,
no sin vértigo,
o tira de ella,
no sin arcadas,
con la intención de vadear un caudal implacable
y por fin hallar simetría,
sin embargo,
pese al esfuerzo,
en cada extremo de la soga aguardan siempre
los rostros de la enfermedad o el hambre.
A la mala,
he entendido
que para sobrevivir a los diluvios
no hay que encomendarse ni temer a dios,
basta con estar hambriado.
Cuesta decirlo.
Todo me falta:
No es ésta la vida que quiero,
pero es para la que me alcanza.
*
Algunos nacen con la condena ahogada en el puño.
Con los pulmones sellados
y el pecho intacto.
Las lágrimas los bendicen con un nombre vacío,
adornado de plegarias
incapaces de sentir el triunfo y la gloria de haber nacido
con la batalla ganada.
No hay grito que enuncie la caída de los granos de arena;
ni llanto que ensordezca el inicio de la agonía.
Empieza a morirse
y no a vivir,
quien nace con las venas robustas.
Ese gritó que no se dio nunca es el silencio de la victoria.
Nosotros que fracasamos y nacimos de este modo,
con el combate perdido,
y sin perro ni santo que nos llore,
podemos al menos irnos sabiendo una cosa:
que ese lecho de muerte es esta vida.
*
a Edgardo
Hay tan pocas palabras en la vida
que no obstante nos lastiman tanto;
nos abandonan en la oquedad de un paraje
púrpura de tan negro,
donde uno busca su constelación en vano
y se tienda sobre la maleza abrazado a sus costillas;
estas palabras
vuelven témpano el llanto,
lo obligan a morir ahorcado en el cogote
de quien no puede terminar una plegaria;
ni el desplome de un fresno
ni el derrumbe de un yunque
caen tan duro
y pesan tanto
como pesan estas palabras,
estas pocas palabras
que pueden guardarse en el buche de un búho
pero que no obstante nos lastiman tanto
como la caída de un relámpago en la sangre.
*
Agüero
a Thoreau y Lafargue
A muy temprana edad
padecí la fiebre de las pérdidas;
era muy necia para poder reconocer
en el tuétano de las alucinaciones
el tono de las grandes profecías,
develadas sólo en la angustiante parálisis del sueño:
“Serás muy joven todavía,
pero ya tendrás la vida embargada,
pondrás el lomo bajo las horas
y atizarás el fogón con la pura mano;
a ti también van a decirte,
qué ingenua serás entonces para creerlo,
que el esfuerzo se cobra alto
(y mira si no lo estoy pagando caro);
dejarás los riñones en el fuete
porque estarás aferrada a la gloria
y a las victorias materiales;
te dirán que eso es la felicidad,
y tú confiarás que es ahí donde reposa.
Todavía tendrás los dientes completos
pero ya estarás enferma y avejentada;
en el último intento
verás cómo basta con anhelar algo
para saberlo destruido.
Por eso te digo ahora que estás a tiempo:
abandona todo,
sé el edificio que se desploma a la vista del mundo,
que el asombro ajeno no te intimide;
nadie meterá el cuerpo en los escombros en nombre de la vida
pues saben que todas esas alcobas ya estaban deshabitadas.
Desiste,
renuncia:
renunciar es el modo más legítimo de aferrarse a la voluntad.
Persigue el ocio y venéralo,
hazlo tu principio más sagrado
y la finalidad de todas tus decisiones.
Avanza sólo si es para detenerte en un lecho
donde se consagre a la vida;
procura siempre que tu sudor se desprenda
sólo del orgasmo;
sé verde como lo son las plantas,
imítalas hasta en el silencio;
busca la dicha en la tierra y el agua;
toda felicidad que descansa
en el andamiaje del capital
se paga sólo con quebrantos.
Pero si eres indiferente a este presagio
y entregas tu cuerpo a las jornadas,
sabrás por tu propia carne que el trabajo
empobrece más que la miseria.”
*
Pero más me gustan las yeguas
y esto también ya lo sabes;
era apenas potranca en muda de hembra
y ya deseaba lamer las grupas de la recua;
escondí con el retrote en suspensión
mis hartas ganas de abrazarme de las cerviz a los muslos
y más que buscar un miembro erecto
iba tras la hendidura de la carne y sus aromas;
y no hay, lo juro, humedad más placentera
que ésa que se desprende de las corridas
sobre campo nocturno despejado;
porque tuve esos años urgentes
y se volvía montura
todo lugar donde el instinto me espoleara;
esto no tendría por qué decirlo
porque tu también ya lo sabes.
Muy pocas veces cuestioné el porqué de las yeguas;
me abandoné a la fascinación de observarlas,
melena azabache con obvio porte de frisón;
mira cómo me dejan temblando,
la tierra ha vuelto en calma
y yo sigo siendo polvareda;
de mi boca toman las palabras descarnadas,
van al nervio de lo que invoco
y ellas mismas me devuelven médula y nervadura.
No sé si fue por la dualidad del temperamento
coz de límites suaves
que parte la nunca si se defienden;
cuando sujetan la vida no le temen al reguero
ni a la amenaza de la serpiente:
se levantan bípedas, relinchan y acometen;
y yo no puedo más que venerarlas
porque a las yeguas, también hay que decirlo,
más las persigue la muerte.
No me interesa nombrar las brasas ni precisar su volumen,
ni sabría decir por qué las yeguas me enardecen;
pero soy mansa para resignarme,
acepto con la edad encima, no sin tristeza,
a cambio de este gozo y de este gusto
ser yerma de sangre y fértil de vena.
*
Porque le tengo miedo al tiempo,
también le tengo miedo a la muerte,
como a las palomillas que se cuelan por la ventana
y revolotean en torno al foco durante la noche;
fácilmente apago la luz para dejar de verlas,
como si evadirlas fuese suficiente para anularlas.
No sé cómo hice para llegar a esta edad
en la que una caída te deja tambaleando
incluso después de haber recuperado el equilibrio.
Pero qué verdad, uno nunca se repone,
se vuelve el nido de todos sus fracasos
y la anunciación de las próximas derrotas;
la sal regada en la cocina, el espejo quebrado en la alcoba.
Estas desdichas no pesan tanto
como haber nacido con un cactus dentro del cuerpo.
Escucho con nitidez en mi pecho
un ruido de válvulas averiadas;
esa resonancia desfasada
arranca algo mío que no puedo terminar de ser todavía;
mi conciencia suele ir despacio
y un tal día descubre que su fe ha venido a menos
y en el lavabo encuentra los cabellos que le faltan.
La oscuridad a esta hora
adquiere el tono de las madrigueras,
donde es sencillo refugiarse
y sentir que las horas también duermen;
me echo sobre esa cavidad opaca que vuelve inmensos los vestigios
y mantiene vívidos los aromas que una cuerda seca transporta.
Las dos vigilias confunden sus límites;
todas las verdades tienen el peso de una nube negra.
Enciendo velas sobre mi nombre;
me gusta que las flamas eleven su tamaño
y tiemblen sin apagarse;
que yo pueda atravesar mi dedo en ellas
sin quemarme y sin dañarlas.
Rompe el viento los vitrales,
pero no es capaz
de volver la llama olor de cera;
ojalá como la flama yo pudiera esquivar el polvo de polilla
para salir de la constante persecución de fragilidades
y sentir plenamente que vuelvo a ser ese cachorro que se siente fuerte,
que sale a husmear las fronteras y después de dar un par de rodeos
regresa al lugar en que nació
para cruzar las patas silenciosamente
y entregarse a los bostezos
sin esperar nada del tiempo
sin importarle qué cosa sea la muerte.
*
Cuán valiosos son los niños tristes,
son tantas las cicatrices que proliferan en su pecho
que cuando uno mete la mano
buscando peces
ésta sale vacía y desollada;
nadie regresa entero
después de haber andado a ciegas por el acantilado;
sabes que tus manos
son inútiles para escarbar en la raíz
y llevarse de un tajo
la violencia encerrada
y que en silencio germina
en el fondo de la garganta del niño;
no obstante, son esas mismas manos torpes
sólo capaces de mutilar la verga que anida en sótanos
y que pacientemente acecha detrás de las persianas;
olisquea los descuidos y se arrastra estrujando entre sus garras
la envoltura de un caramelo falso
que emponzoña para siempre la vida del niño.
Un par de brazos podría ser pertinente,
éstos deben ser semejantes a las fauces de una leona,
bravas contra el bisonte,
pero delicadas cuando cargan a sus crías;
evita a toda costa quebrarte en su presencia:
para nuestros niños tristes
la compasión y los arrullos serán siempre insuficientes.
*
a Abraham Pérez Aragón
Con mejor sino de cuna y calostro
pude haber desenredado mis piernas
para verlas madurar en el llano
sin silla de montar, rienda y carreta;
quizás sin saberme dueño de mi vida
avanzaría con el cuello erguido,
orgulloso de ser alazán parejo;
pero ésta tuvo que ser mi fortuna:
A mí me tocó
nacer a la vista de todos
de un vientre cuya edad era propicia para parir,
pero muy herido ya para tenerme;
no pudo mi madre terminar de lamer
su placenta de mi cuerpo,
ni pude tampoco ser empujado por ella
para sostenerme por primera vez;
no hay primavera que no llore
por no saber dónde vaciar este amor
que a la vez me falta y a la vez me sobra;
A mí me tocó
sentir cómo se rompe la llaga
por el azote de una fusta
y saber que siempre he de andar
con las ancas laceradas;
poca voluntad tengo para marchar en contra,
sino con el hocico rosando el suelo,
humillado de saberme con el ímpetu capado.
A mí me tocó
tener la lengua hecha nudo por una sed
que han acumulado las jornadas;
casi a diario imploro por un aguacero,
y cuando es grande mi desesperación
cuánto deseo que esos espejismos de calor sobre el asfalto
se quiebren y hagan brotar todas las aguas
para saciarme en ellas hasta reventarme los pulmones;
sin embargo, en días como éste
me conformo con la brevedad
del charco caliente
que reposa al ras de la banqueta.
A mí me tocó
deletrear con cada trote el sonido de la tristeza
a cuyo paso deja una estela de mierda vacía
que ojalá desprendiera olor de alfalfa
y no de vísceras marchitas.
Otro pude haber sido,
pero tuve que ser esto que soy,
esto que más se degrada mientras más quiere vivir;
obligado a una faena
que promete a manos llenas
pero sólo da fatiga y desencanto;
a mí me tocó ser éste,
animal que nació de madre muerta
y con la enfermedad congénita de todas las pobrezas.
Aketzaly Moreno (México D.F., 1992) Estudió lengua y literaturas hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha publicado Vuelo de muerte (2018), Nada queda en pie (2019) y Relámpago en la sangre (2019) con Mantra Edixiones. Ha participado en encuentros de poesía en Argentina, Bolivia y México. Organiza el Festival Internacional de Poesía en Milpa Alta. Actualmente dirige la editorial Ojo de Golondrina.