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Poemas de Aketzaly Moreno

Publicado: 2020-11-08




*


                                                                           a José Manuel Vacah


Ceremonia


Hacinados en el cuenco inmenso de una palabra negra,

que en vez de nombrar, resopla

y consagra los elementos que copulan en la penumbra,

los centauros de las sombras,

esos animales binarios

que encaran la muerte

con el pecho abierto

y las pezuñas sin herrar,

ofician la ceremonia de la noche

al calor de las sustancias destiladas.

La letanía que dolorosamente enuncian

como inventando una lengua

hecha sólo para designar las cosas divinas,

los incendia por dentro

y se desprenden de sí mismos

y se miran contemplándose;

por el umbral que abrieron sus plegarias

desfilan voces errantes que indistintamente ríen o discuten,

sin detener su marcha.


A muchos los ha hecho desfallecer

el arrebato de la unión;

convulsionan en sus lechos

y a la distancia,

su grito es un relincho ahogado

que invoca los signos de la noche,

cuya oración es el murmullo de la ciudad;

el diálogo de la dispersión de la luz

se vuelve sermón de sombras;

el viento restriega su lengua contra los portales

que los sostienen

y son sus oraciones las que destruyen

la gravedad del canto del silencio.

A mitad del éxtasis,

todavía con la mirada impregnada de presencias

uno de ellos mira a través del tiempo,

como quien se asoma al despeñadero y distingue

que una bestia implacable avanza con su ejército de horas.


El espanto del que ha visto la cara del mañana se dispersa,

cuando en su pupila extraviada se multiplican las garras de la luz;

como las plantas que se cierran,

los cuerpos se recogen

y el letargo en que se desploman

da por terminado el culto a la noche.




*


El llanto de la roca


Me dices que te he lastimado,

y me comparas con el hombre insensible que se marcha

sin derramar siquiera una gota de sudor;


me quebraste por la mitad

para demostrar que están vacías mis entrañas

y que no estoy hecha para manar ningún tipo de fluido.


En cambio,

cuando caíste sobre mí

abrí tu carne y brotó la sangre de inmediato;

entiendo que ahora me culpes de tu dolor y tu descuido.


Pero aún no has cuestionado

de dónde mi espíritu sacó su coraje

para no doblegarse en pleno ruedo,

cuando me estrellaste contra otra roca

o elegiste patearme largo rato;

cuando me aventaste al lago duramente

o pasaste sobre mí porque era parte del camino.


Ojalá hubieras tenido edad para haberte dado cuenta

que dentro de mí,

por el efecto de los siglos,

el dolor y las lágrimas se han cristalizado;

Ojalá supieras que las costras en la piel

son la consecuencia de la mucha sangre coagulada;

que llego a ser negra o porosa

porque la noche me habita

y el sufrimiento me consume.


Es inevitable no ceder ante la fatiga del tiempo,

cuya constancia pulveriza mi nombre,

pero alabas la tersura que disfrutas

cuando, siendo otra,

con placer tus pies se entierran en la arena.


A veces temo confesar

que soy un fragmento del planeta en que ahora te sostienes;

tómame con ambas manos:

escucha el llanto del mundo

en el llanto de esta roca,

su sólido gemido

que dispersan las corrientes de los vientos;

pero si nada de eso te conmueve,

si no vibras con la pulsación sedimentada de mi magma,

si no alcanzas a sentir cómo hormiguean los minerales que me forman,

no hará falta reprocharte nada,

de antemano ya sabía,

que es complicado ese asunto

de querer consolar un dolor que es milenario.


*


Qué caro me salió haber nacido,

haber venido a este mundo

con la misma hambre que cargaba

la perra que a bien tuvo parirme.


Arrastro un cuerpo saqueado

por la herencia obligatoria de nuestras carencias;

cuando acicalo la enfermedad

con la áspera lengua de la noche

encuentro

los restos de saliva en mis heridas,

los pedazos amargos de mi carne

adheridos a la poca sangre de mis huesos;


éstos son los síntomas

de quien avanza sobre una cuerda floja,

no sin vértigo,

o tira de ella,

no sin arcadas,

con la intención de vadear un caudal implacable

y por fin hallar simetría,

sin embargo,

pese al esfuerzo,

en cada extremo de la soga aguardan siempre

los rostros de la enfermedad o el hambre.

A la mala,

he entendido

que para sobrevivir a los diluvios

no hay que encomendarse ni temer a dios,

basta con estar hambriado.


Cuesta decirlo.


Todo me falta:


No es ésta la vida que quiero,

pero es para la que me alcanza.


*


Algunos nacen con la condena ahogada en el puño.

Con los pulmones sellados

y el pecho intacto.

Las lágrimas los bendicen con un nombre vacío,

adornado de plegarias

incapaces de sentir el triunfo y la gloria de haber nacido

con la batalla ganada.


No hay grito que enuncie la caída de los granos de arena;

ni llanto que ensordezca el inicio de la agonía.


Empieza a morirse

y no a vivir,

quien nace con las venas robustas.


Ese gritó que no se dio nunca es el silencio de la victoria.

Nosotros que fracasamos y nacimos de este modo,

con el combate perdido,

y sin perro ni santo que nos llore,

podemos al menos irnos sabiendo una cosa:


que ese lecho de muerte es esta vida.



*


                                                    a Edgardo


Hay tan pocas palabras en la vida

que no obstante nos lastiman tanto;

nos abandonan en la oquedad de un paraje

púrpura de tan negro,

donde uno busca su constelación en vano

y se tienda sobre la maleza abrazado a sus costillas;


estas palabras

vuelven témpano el llanto,

lo obligan a morir ahorcado en el cogote

de quien no puede terminar una plegaria;

ni el desplome de un fresno

ni el derrumbe de un yunque

caen tan duro

y pesan tanto

como pesan estas palabras,

estas pocas palabras

que pueden guardarse en el buche de un búho

pero que no obstante nos lastiman tanto

como la caída de un relámpago en la sangre.



*


Agüero


                       a Thoreau y Lafargue


A muy temprana edad

padecí la fiebre de las pérdidas;

era muy necia para poder reconocer

en el tuétano de las alucinaciones

el tono de las grandes profecías,

develadas sólo en la angustiante parálisis del sueño:


“Serás muy joven todavía,

pero ya tendrás la vida embargada,

pondrás el lomo bajo las horas

y atizarás el fogón con la pura mano;

a ti también van a decirte,

qué ingenua serás entonces para creerlo,

que el esfuerzo se cobra alto

(y mira si no lo estoy pagando caro);

dejarás los riñones en el fuete

porque estarás aferrada a la gloria

y a las victorias materiales;

te dirán que eso es la felicidad,

y tú confiarás que es ahí donde reposa.


Todavía tendrás los dientes completos

pero ya estarás enferma y avejentada;

en el último intento

verás cómo basta con anhelar algo

para saberlo destruido.


Por eso te digo ahora que estás a tiempo:

abandona todo,

sé el edificio que se desploma a la vista del mundo,

que el asombro ajeno no te intimide;

nadie meterá el cuerpo en los escombros en nombre de la vida

pues saben que todas esas alcobas ya estaban deshabitadas.

Desiste,

renuncia:

renunciar es el modo más legítimo de aferrarse a la voluntad.

Persigue el ocio y venéralo,

hazlo tu principio más sagrado

y la finalidad de todas tus decisiones.

Avanza sólo si es para detenerte en un lecho

donde se consagre a la vida;

procura siempre que tu sudor se desprenda

sólo del orgasmo;

sé verde como lo son las plantas,

imítalas hasta en el silencio;

busca la dicha en la tierra y el agua;

toda felicidad que descansa

en el andamiaje del capital

se paga sólo con quebrantos.

Pero si eres indiferente a este presagio

y entregas tu cuerpo a las jornadas,

sabrás por tu propia carne que el trabajo

empobrece más que la miseria.”


*


Pero más me gustan las yeguas

y esto también ya lo sabes;

era apenas potranca en muda de hembra

y ya deseaba lamer las grupas de la recua;

escondí con el retrote en suspensión

mis hartas ganas de abrazarme de las cerviz a los muslos

y más que buscar un miembro erecto

iba tras la hendidura de la carne y sus aromas;

y no hay, lo juro, humedad más placentera

que ésa que se desprende de las corridas

sobre campo nocturno despejado;

porque tuve esos años urgentes

y se volvía montura

todo lugar donde el instinto me espoleara;

esto no tendría por qué decirlo

porque tu también ya lo sabes.


Muy pocas veces cuestioné el porqué de las yeguas;

me abandoné a la fascinación de observarlas,

melena azabache con obvio porte de frisón;

mira cómo me dejan temblando,

la tierra ha vuelto en calma

y yo sigo siendo polvareda;

de mi boca toman las palabras descarnadas,

van al nervio de lo que invoco

y ellas mismas me devuelven médula y nervadura.


No sé si fue por la dualidad del temperamento

coz de límites suaves

que parte la nunca si se defienden;

cuando sujetan la vida no le temen al reguero

ni a la amenaza de la serpiente:

se levantan bípedas, relinchan y acometen;

y yo no puedo más que venerarlas

porque a las yeguas, también hay que decirlo,

más las persigue la muerte.


No me interesa nombrar las brasas ni precisar su volumen,

ni sabría decir por qué las yeguas me enardecen;

pero soy mansa para resignarme,

acepto con la edad encima, no sin tristeza,

a cambio de este gozo y de este gusto

ser yerma de sangre y fértil de vena.


*


Porque le tengo miedo al tiempo,

también le tengo miedo a la muerte,

como a las palomillas que se cuelan por la ventana

y revolotean en torno al foco durante la noche;

fácilmente apago la luz para dejar de verlas,

como si evadirlas fuese suficiente para anularlas.

No sé cómo hice para llegar a esta edad

en la que una caída te deja tambaleando

incluso después de haber recuperado el equilibrio.

Pero qué verdad, uno nunca se repone,

se vuelve el nido de todos sus fracasos

y la anunciación de las próximas derrotas;

la sal regada en la cocina, el espejo quebrado en la alcoba.


Estas desdichas no pesan tanto

como haber nacido con un cactus dentro del cuerpo.


Escucho con nitidez en mi pecho

un ruido de válvulas averiadas;

esa resonancia desfasada

arranca algo mío que no puedo terminar de ser todavía;

mi conciencia suele ir despacio

y un tal día descubre que su fe ha venido a menos

y en el lavabo encuentra los cabellos que le faltan.


La oscuridad a esta hora

adquiere el tono de las madrigueras,

donde es sencillo refugiarse

y sentir que las horas también duermen;

me echo sobre esa cavidad opaca que vuelve inmensos los vestigios

y mantiene vívidos los aromas que una cuerda seca transporta.

Las dos vigilias confunden sus límites;

todas las verdades tienen el peso de una nube negra.

Enciendo velas sobre mi nombre;

me gusta que las flamas eleven su tamaño

y tiemblen sin apagarse;

que yo pueda atravesar mi dedo en ellas

sin quemarme y sin dañarlas.

Rompe el viento los vitrales,

pero no es capaz

de volver la llama olor de cera;

ojalá como la flama yo pudiera esquivar el polvo de polilla

para salir de la constante persecución de fragilidades

y sentir plenamente que vuelvo a ser ese cachorro que se siente fuerte,

que sale a husmear las fronteras y después de dar un par de rodeos

regresa al lugar en que nació

para cruzar las patas silenciosamente

y entregarse a los bostezos

sin esperar nada del tiempo

sin importarle qué cosa sea la muerte.


*


Cuán valiosos son los niños tristes,

son tantas las cicatrices que proliferan en su pecho

que cuando uno mete la mano

buscando peces

ésta sale vacía y desollada;

nadie regresa entero

después de haber andado a ciegas por el acantilado;

sabes que tus manos

son inútiles para escarbar en la raíz

y llevarse de un tajo

la violencia encerrada

y que en silencio germina

en el fondo de la garganta del niño;


no obstante, son esas mismas manos torpes

sólo capaces de mutilar la verga que anida en sótanos

y que pacientemente acecha detrás de las persianas;

olisquea los descuidos y se arrastra estrujando entre sus garras

la envoltura de un caramelo falso

que emponzoña para siempre la vida del niño.


Un par de brazos podría ser pertinente,

éstos deben ser semejantes a las fauces de una leona,

bravas contra el bisonte,

pero delicadas cuando cargan a sus crías;

evita a toda costa quebrarte en su presencia:

para nuestros niños tristes

la compasión y los arrullos serán siempre insuficientes.



*


                                                                     a Abraham Pérez Aragón


Con mejor sino de cuna y calostro

pude haber desenredado mis piernas

para verlas madurar en el llano

sin silla de montar, rienda y carreta;

quizás sin saberme dueño de mi vida

avanzaría con el cuello erguido,

orgulloso de ser alazán parejo;

pero ésta tuvo que ser mi fortuna:


A mí me tocó

nacer a la vista de todos

de un vientre cuya edad era propicia para parir,

pero muy herido ya para tenerme;

no pudo mi madre terminar de lamer

su placenta de mi cuerpo,

ni pude tampoco ser empujado por ella

para sostenerme por primera vez;

no hay primavera que no llore

por no saber dónde vaciar este amor

que a la vez me falta y a la vez me sobra;


A mí me tocó

sentir cómo se rompe la llaga

por el azote de una fusta

y saber que siempre he de andar

con las ancas laceradas;

poca voluntad tengo para marchar en contra,

sino con el hocico rosando el suelo,

humillado de saberme con el ímpetu capado.


A mí me tocó

tener la lengua hecha nudo por una sed

que han acumulado las jornadas;

casi a diario imploro por un aguacero,

y cuando es grande mi desesperación

cuánto deseo que esos espejismos de calor sobre el asfalto

se quiebren y hagan brotar todas las aguas

para saciarme en ellas hasta reventarme los pulmones;

sin embargo, en días como éste

me conformo con la brevedad

del charco caliente

que reposa al ras de la banqueta.


A mí me tocó

deletrear con cada trote el sonido de la tristeza

a cuyo paso deja una estela de mierda vacía

que ojalá desprendiera olor de alfalfa

y no de vísceras marchitas.


Otro pude haber sido,

pero tuve que ser esto que soy,

esto que más se degrada mientras más quiere vivir;

obligado a una faena

que promete a manos llenas

pero sólo da fatiga y desencanto;

a mí me tocó ser éste,

animal que nació de madre muerta

y con la enfermedad congénita de todas las pobrezas.










Aketzaly Moreno (México D.F., 1992) Estudió lengua y literaturas hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha publicado Vuelo de muerte (2018), Nada queda en pie (2019) y Relámpago en la sangre (2019) con Mantra Edixiones. Ha participado en encuentros de poesía en Argentina, Bolivia y México. Organiza el Festival Internacional de Poesía en Milpa Alta. Actualmente dirige la editorial Ojo de Golondrina.


Escrito por

Willy Gómez Migliaro

Willy Gómez Migliaro (Lima, 1968) Poeta, profesor de literatura y escritura creativa, asesor literario y corrector de estilo.


Publicado en

Poesía

Poesía en lengua española