Poemas de Jorge Dávila Vásquez
NUEVA CANCIÓN DE EURÍDICE Y ORFEO (FRAGMENTOS)
ELLA
Átame del cabello
y de las manos,
átame,
retenme,
que en la furia
del desboque
temo perderme de ti
y perderte a nunca.
Orfeo,
amor y luz,
átame del cabello
y de las manos.
ÉL
Eurídice,
perdida para el día,
vagas entre las sombras
de la sombra.
Ay, cómo rescatarte,
si vuelvo la cabeza
ante el menor sonido.
Ay, cómo rescatarte,
si entre tantos espectros
no sé cuál es el tuyo
y mientras más desciendo
más te pierdo.
ELLA
Orfeo, amor,
mi voz descolorida
viaja como gaviota
hacia el olvido.
Orfeo, amor,
mi voz sin pertenencia
se duerme entre los granos
de la espiga.
Orfeo, amor,
mi voz inconsistente
cae al paso del lobo,
furtiva y húmeda,
la devora la tierra,
es nube luego,
y ya no resuena
a mi orden o deseo…
ni te llama.
ÉL
Detengo mi caída
asiéndome al recuerdo
de tus ojos.
¿En dónde estás amada?
¿En qué honda esfera
de tiniebla moras
o habitas en la nada?
Eurídice,
mis manos sangran,
—son la garganta abierta
del grito de mi cuerpo—,
presas en el rosal
de tu perfume.
ELLA
—Viajero,
detén tu paso un instante,
¿has visto a Orfeo?
—Viajero,
no respondes mi pregunta
porque no viste a Orfeo,
¿o acaso ni a las sombras
llega mi voz
de manso hilo de sombra?
—Espera,
no te vayas,
déjame que te diga
cómo es él,
y así, si lo encontraras,
podrías decirle
que un día te encontré.
ÉL
Buscar a Eurídice
en el infierno de todos
los días,
buscar al barquichuelo de papel,
espuma y sueño,
perdido en la corriente
de cosas ordinarias.
Buscarla entre los ruidos,
a ella, la dulce
nota única
embriagada de música.
Buscarla en los pantanos del deseo,
a ella, flor transparente
hecha de sentimientos.
Buscarla entre las horas, a ella,
el barquichuelo de instantes,
acaso náufrago
del segundo en que la carne sola
fue rosa de gritos y de arena.
Buscar a Eurídice
rastrearla en el silencio,
sabiendo que su voz
yace dormida o trémula
en un vaso vacío.
(…)
ELLA
¿Y si un día te encuentro
y no eres tú?
¿Y si un día nos vemos,
digo tímidamente,
mordiendo
sus letras,
tu nombre,
musito,
sollozo,
tartamudeo,
me ahogo en lágrimas,
y sin oírme, ni notarlo, tú
pasas,
te vas,
te pierdes,
y me quedo,
gritando sin gritar,
venas adentro: Orfeo?
¿Y si un día
te encuentro
y tu sonrisa
ya no ilumina mis ojos,
encendiendo la estrella
que antes me regalabas?
(…)
ÉL
Adiós, Eurídice.
¿Quién tendrá tu mano
mientras la mía escribe
esta palabra: adiós?
¿Qué sentirá tu cuerpo
junto al cuerpo
que ahora se enrosca
en tu carne y en tu sexo?
Se encenderán antorchas
en tus ojos
cuando él diga tu nombre,
haciéndote creer que
son estrellas
o luciérnagas?
Sabes,
el pentagrama de la tarde
recibe la golondrina
de tu recuerdo
y de nuevo
la risa de tu risa
bulle dentro de mí por un instante.
Adiós,
tu voz de nota única,
tu imagen
lúbrica,
virgen
y todo me repite
entre los ecos
y las calles desiertas
y las nítidas cúpulas
casi fosforescentes
y el juego de los niños en los patios,
adiós.
Adiós,
sólo una sinfonía de tristeza,
como el morirse de los fuegos fatuos
o la callada muerte de los manantiales.
Adiós,
si un día encuentras el rastro
de mis pasos,
no lo sigas,
vive más bien,
enamorada del amor y el aire,
vive,
olvida,
déjate amar,
sé dulce,
con la tremenda dulzura
de tus ojos, cuyo color he olvidado,
sé generosa
como la tierra,
entrégate, da,
que tu cuerpo
sepa de otras aguas
y semillas nuevas.
Adiós,
y si escuchases un día
el sonido de mi voz,
no te vuelvas,
sería inútil ya,
tal vez no encontrarías nada bueno,
aunque
en ese instante
se abrieran
recónditas ventanas
hacia inmensas llanuras
de esperanza,
el orín de sus goznes
dejaría
casi sangre en la seda
del rostro de algún ángel vecino.
Entonces,
amada inexistente ahora,
o casi,
piensa un instante
en lo que aún quede de mí
en ti
tras tanto tiempo
(será como el antiguo esbozo
de un retrato
que el tiempo no barnizó
y logró desvanecerlo,
en el lienzo
de algún remoto amor
hecho poema),
y sigue,
no te detengas,
apretando la mano
que tengas más cercana,
sigue,
vida adelante, sigue,
olvidada,
sobre todo, no te vuelvas, sigue
y
vive,
vive,
VIVE.
1970
PEQUEÑA CANCIÓN (Extracto)
En memoria de Ana María Vázquez
1 .- La rosa
Se marchitó la rosa, madre,
se ha marchitado.
Sobre la fuente quedan
solo unos pétalos.
Y náufrago el perfume
flota en el aire .
2.- El ángel
Desconcertado vuela
en torno a tu frente.
Este ángel inexperto, madre,
no conoce la muerte.
No la conoce, este ángel,
madre, y se aterra.
3.- Los peces
Recuerdos de una pesca, madre,
en un río.
Ese era un día de sol radiante, madre,
aún me quema.
Ese era un río como la infancia,
puro y lejano.
Pequeños pececillos llenan
tus manos.
Compasiva los miras, el tiempo
detenido.
¡Tantos años y peces, madre,
ay, tanta muerte!
4 .-El árbol
Partido por el rayo, madre,
recuerdo el árbol.
Y calcinado todo por dentro
solo unas pocas
hojas quemadas
nada de verde
todo ceniza.
¿Recuerdas ese árbol
que mató el rayo?
Ahora, madre
yo soy el árbol
tu muerte
el rayo
me ha calcinado
entero.
5.- Las cosas
La pequeña cadena
tus anillos
la cartera con los pocos billetes
y esa foto
en que estabas
joven
y viva.
Los remedios
una carta
una estampa
con una oración infalible
el olor de un pañuelo
un caramelo
y dos fracciones
de lotería.
Tú lo ignorabas
pero Borges dijo
que las cosas viven más
allá de nuestro olvido
y que no saben
nunca
que nos hemos ido.
Tus cosas viven
madre
inertes
no te extrañan
no saben que te has ido
o en su silente muerte
fingen que ignoran.
1993
Memoria de la poesía
Para ti, mi compañera de tantos años,
este homenaje a los poetas todos, presentes y ausentes,
este canto a la poesía, sin usura, como hubiese querido Ezra Pound.
Ella es
la rosa intacta
de Juan Ramón;
los misteriosos ángeles mudos, alicortados, tontos
de Rafael Alberti;
el grito del amante en la noche:
"te quiero más que tu padre, tu madre,
tus hermanos y todos tus vecinos juntos";
la luz del sol de Sete sobre el mar
que deslumbró a Valery;
el dolor más antiguo
de la tierra,
que sentía Dávila Andrade.
Ella es
los ojos infinitos de Homero,
mirando a través de los siglos,
pese a su ceguera;
el grafitti y el dibujo ingenuos
sobre el papel tapiz del comedor:
"emilia y sebastian isieron una estrella" ;
el barco ebrio de Rimbaud, náufrago
hacia el abismo del silencio;
la proclama de amor a la libertad
de Paul Eluard;
el arma cargada de futuro
que blandía Gabriel Celaya,
y la exhortación de Adoum:
"¡Amaos por favor, seguid amándoos
vorazmente insatisfechos por los siglos de los siglos de los siglos..!"
Ella es
la cósmica sordera de Beethoven,
que escuchó sin embargo
el paso caudaloso de los astros;
la flor que roba a los muertos un muchacho
para su niña amada;
la frase sobre Juana de Arco
inscrita en una piedra junto a la catedral de Orleans:
"La conocimos, era buena, era dulce,
ayudaba a su padre cuidando las ovejas";
el canto de patriarca de Andrade y Cordero
al río de su ciudad:
"Ave de oro, cruzada punta a punta del viento".
Ella es
el corazón, caballo desbocado y suave fruta,
de Violeta Luna,
y las remotas sirenas de Noboa y Caamaño.
Ella es
el arpa en los nervios de Ungaretti,
su alegría enferma de universo,
y la expresión gozosa de la mujer enamorada:
"feliz tu madre que te tuvo nueve meses
dentro de ella".
Y es el encaje de piedra de Chartres
elevándose hacia el cielo;
el viento del pueblo, que sopla desde el corazón
de Miguel Hernández hacia el mundo;
la palabra que le queda
a Blas de Otero después de haberlo perdido todo;
la escritura en la espuma de Escudero,
su alondra, su cántico, su pluma,
llevados al olvido por el aire.
Ella es
el silencio y la conversación entre la flor
y la raíz, escuchados por Carl Sandburg
mientras se producía
el milagro del florecer,
y es el viejo poeta -como en éxtasis- fotografiado junto
a Marilyn, la seda palpitante, la muchacha inmortal,
"Envuelta en trama de oro, finamente perfecta"
como diría Pound;
pero es asimismo abril, el mes más cruel,
engendrando lilas desde la tierra baldía de Eliot;
el clima feroz de la palabra de Fernando Artieda
y la fuerza extraña que hacía crujir
los dientes de Gangotena,
el silbido oceánico que le trizó los ojos.
Ella es
la trampa de palabras
urdida cada día por Carrera Andrade
para cazar metáforas,
y la miel que fabricó su corazón
de abeja;
la foto de la pareja campesina en el parque,
enmarcada en una flor con la leyenda
"para siempre";
el estanque del alma de Alfonso Moreno,
lleno por la mano amiga de Dios,
que le hablaba y le oía en la calma lunar;
el himno exultante de la pequeña nazarena:
"Mi alma glorifica al Señor...
porque miró la pequeñez de su esclava";
la emoción de Bach ante el Magnificat,
su cascada de música que inunda las edades;
mas también la palabra que no sabe
detenerse en la mano que escribe, lo bastante
como para ayudarla
a fijar la gracia de la idea,
tal como lo consignara Bruno Sáenz.
Ella es
ese hilo de tinta con que se ahorca
el viajero de un poema de Julio Pazos
y su jaguar que mordisquea el sol
y puede devorar las palabras;
las dos aguas de Fernando Cazón:
"la del sediento
la del ahogado";
la lágrima del primer amor sobre la almohada,
la torre única de la catedral
de Estrasburgo, plegaria de ciento
sesenta metros de piedra rosa;
la amarga certeza de morirse en París con aguacero
que sentía Vallejo, su nostalgia de la andina y dulce
Rita de junco y capulí.
Ella es la queja de alondra estremecida
de Edith Piaf,
voluta, canción, humo de cigarros y de penas,
que enhebra historias de mujeres solas,
amantes suicidas
y sombras de la calle;
la visión de Carlitos Chaplin alejándose, alejándose
por un camino sin final,
y la exultación de la joven Violaine
por Claudel - David reencarnado-:
"Oh, hermosa, entre las ramas en flor, yo te saludo".
Ella es
la ligera, la pálida, la fina Anitra
de Medardo Angel Silva,
que sigue danzando cual si una alada
esencia poseyere,
y Vatzlav Nijinsky que vuela
hasta volverse el espectro de la rosa
y Ana Pávlova que sigue muriendo como un cisne
y Camila Claudel que llora la vida entera
convertida en marmórea Danaide;
y es el iris que dejan a su paso
la mariposa de sueño de Neruda,
la libélula vaga de las vagas ilusiones de Darío
y el arroyuelo azul que corre
en la cabeza de la bella Teresa de Eduardo Carranza,
mientras a su orilla siguen tejiendo
una tela inacabable las ninfas
de Garcilaso, la fiel Penélope
y también Amaranta la de García Márquez.
Ella es
el sollozo desgarrado de Jara Idrovo
por su hijo, por su amigo, por su infancia
de niño soñador y solitario,
y es su eufórico-eufónico bramido de amor
como el de los tigres o los leones marinos;
la pasión por lo negro que mana desde el alma
de Antonio Preciado,
la flor de sangre que brota de los versos de Martí.
Y es el relicario gótico de vitrales
de la Santa Capilla,
vientre de oración que puede acunarte
eternamente.
Y el anuncio sin esperanzas del tímido
en la revista dominical:
"si estás tan sola como yo, te espero,
escríbeme, llámame...".
Y es Violeta Parra,
"torbellino de pureza original",
entrando por las ventanas de la vida
cual si fuera un querubín.
Y la canción fantasmal que suena entre las sombras
y nos recuerda a Carlota Jaramillo
y nos recuerda a nuestra madre,
tarareando mientras cosía viejas ropas,
que dentro del alma llevaba una herida,
y nos hace llorar.
Ella es
el ansia de "volver a las comunes cosas:
el pan, el agua, un cántaro, unas rosas...",
que Borges puso en boca de don Luis de Góngora.
Ella, las manos de Juana de Ibarbourou
que florecen sin fin.
Ella, las manos de Gabriela,
unidas en su ruego, como espigas de amor;
el canto apasionado de Quevedo
más allá de la muerte,
ardiente llama en el polvo enamorado,
y la esperanza puesta de puntillas
en las entrañas de Hugo Salazar.
Es la frase de basalto con que la frágil Alfonsina
creía oponerse al oscuro genio
que la desintegraba,
y la estrella dormida, sin fulgor,
que abrasó entera a Delmira Agustini.
Ella es,
según Carlos Eduardo Jaramillo,
esa noción de la felicidad que nos llega
"con la belleza triste de la música".
Y una pasión llamada García Lorca
hecha de gitanas sonámbulas,
guardias civiles borrachos,
pichones de dulces ojos y de blanda pluma,
toreros moribundos,
duendes, jardines granadinos y juegos
con flores de solteronas soñadoras.
Ella es
el ansia de ser Dios de Ana María Iza
para darnos a todos tierra y sol.
Y es el Transparente de la catedral toledana
con sus figuras que flotan en la luz
del barroco y en el espacio de la ciudad imperial.
Ella es
el soneto, lámpara de plata, que iluminó
la blanca tumba de Laura en los claustros de Aviñón
y en los versos de la Yourcenar,
y "la llama del encendido otoño"
en que arde Octavio Paz.
Y es la dulce-amarga masa
de los pasteles y los mínimos, eternos
desgarrones del alma de Emily Dickinson,
que escuchó el murmullo de las hojas
y las campanadas de los arbustos,
mientras su alma cabalgaba
el corcel ligero de las palabras
o construía praderas con un trébol,
un sueño y una abeja.
Ella es
la fuerza de titán de Miguel Ángel
pintando la Sixtina
o la de Walt Whitman proclamando
"que la muerte no existe; que si alguna vez existió
fue solo para producir la vida".
La voz de la Callas cantando Casta diva,
y el gemido de David Ledesma:
"un milagro de aquellos que conmueven
los más hondos abismos de la Tierra."
Ella es
la terrible visión que acosaba a Rilke,
y de la que él esperaba liberarse un día
para que su canto subiera hasta los ángeles propicios.
Y es la Puerta del Paraíso de Ghiberti
y la del Infierno de Rodin,
la danza macabra de Edú y la muerte,
que imaginó Rafael Díaz Icaza;
la inquebrantable esperanza de Eugenio Moreno
"porque aún estamos a tiempo de salvarnos";
la palabra que crió Euler Granda aun a riesgo
de que le sacara los ojos;
la canción enamorada que habla de la noche
durmiéndose en el pelo de la mujer amada,
y la divina ignorancia de Pessoa
que se decía bendito por todo lo que no sabía.
Ella es
el río de música estelar suave y magnánima,
que invadió el alma de Ileana Espinel;
la mujer constelación y realidad,
"con su calor y su frío diferentes"
de la que habla Fernando Balseca;
la ciudad perfecta en su desfiguración bajo la lluvia,
de Marcelo Báez;
la amada una e innúmera,
sola y universal, cuyas manos duermen
en las palabras de Jacinto Cordero;
y "la voluta verde del jazz, que siempre finge
caderas de mujer", cantada por Rubén Astudillo;
mas también la flor del mal,
con su gusto de ajenjo,
abierta en los delirios de Verlaine
y en los ojos alucinados de Baudelaire;
la agitación de centurias
en que anhelaba arder, arder Barba Jacob;
el inmenso sudario de infinito
que envolvía a Victor Hugo,
y la espina clavada en el corazón
de Antonio Machado y de Arturo Borja.
Múltiple y única, se encarna como Cristo,
en el vientre del sonido, de la piedra, del bronce,
y se hace verso, catedral, melodía.
Ella es
tan antigua como Dios: el primer poema
fue la luz ,
salida de la nada, por Su Palabra.
Ella es
la poesía,
" cosa sagrada, cual misterio
del bosque en que palpita un alma ignorada",
como escribió un poeta hoy olvidado, Armand Silvestre,
al que amaron nuestros abuelos.
Ella es
la poesía,
nace de la palabra como el día
y muere en las sombras del silencio.
Ave fénix eterna, de la ceniza surge,
vuela, se confunde con el sol y se consume en él,
mas retorna a los hombres y los ilumina.
Momentánea,
parece que se extingue,
pero renace siempre:
en el llanto del hijo, en su alegría,
en la primera, imperfecta
y balbuceante carta enamorada,
en el cuerpo junto a nuestro cuerpo,
en la mano que llega en el dolor,
en el gesto heroico y silente que cuesta la vida,
en la frase hermosa e inesperada,
en la luz, el agua, el pájaro y la rosa
que sin estar está, como dijo Dulce María Loynaz.
Ella es
la poesía,
el verbo,
y se hace carne en tantas voces diariamente
y gracias a Dios habita entre nosotros
y vemos su gloria
y aunque a veces no la recibimos,
sin embargo permanece, según Dávila Andrade,
aun en medio de la miseria, y hasta cuando tiene que inclinarse
ante el plato de azafrán de las posadas,
porque pese a ser de sombra y sueño, como diría Shakespeare,
es inmortal,
y solo se extinguirá el día en que los hombres
desaparezcamos de esta tierra,
materia prima de toda creación,
el más hermoso y cruel, el más intenso y perenne
de todos los poemas.
1999
ZAQUEO
“Hoy comeré en tu casa”,
te dijo.
Trepado en el árbol
creíste que pasaría sin
fijarse en tu pequeño
cuerpo de usurero.
-Baja, Zaqueo, hoy comeré
en tu casa.
Y al descender sabías
que tu antigua vida
cómoda,
rica,
hecha de los sudores
y los sueños de los pobres,
había terminado.
2007
Monet
Claude Monet atrapa el espíritu del agua,
hecho de haces de luz, lirios acuáticos,
tintes efímeros del vuelo de libélulas,
y suave hundirse en las sombras
de las ninfeas.
Lo hace milagro. Lo lega a un mañana,
en que el hombre ya solo será un nombre,
fugaz paso del ave, olvido, instante…
Y sin embargo, ¿quién dudaría del Monet eterno?
2015
REQUIEM
(Anja Harteros canta Verdi)
Después de los grandes
lamentos y gemidos,
de las plegarias desesperadas,
las trompetas que rompen los tímpanos
y las voces angustiadas del coro,
luego del temor y la resignación,
solo queda la súplica
suya hasta el último aliento:
“Liberame Domine
de morte eterna
in diae illa tremenda”.
Sí, Señor Dios,
Rey de majestad tremenda,
líbrame de la muerte eterna.
Liberame.
Líbrame.
Llévame a la paz,
por el milagro de esa voz
que te implora hasta apagarse
como una lámpara,
por esa voz que parece
cargar sobre sí
todos
los pecados del mundo.
Liberame.
Luego ya todo es
rostro fatigado del director
y los solistas,
los músicos,
el coro.
Fin de la interpretación,
marea del aplauso infinito,
queda solo la imagen
del último susurro:
Liberame.
2018
SI PRONUNCIO LA PALABRA AMOR
Canto a los pájaros, la luz, el vuelo,
y a la naturaleza en su esplendor;
mas si pronuncio la palabra amor,
he cantado a todo el universo.
Hablo de la mujer y su destello,
en la vida del hombre, en su pasión;
mas si pronuncio la palabra amor,
he hablado de todo el universo.
Evoco al niño que latió en tu seno;
evoco el beso, la risa y el dolor;
mas si pronuncio la palabra amor,
he invocado todo el universo.
Digo ríos y lagos y reflejos;
digo flores y frutos y color;
mas si pronuncio la palabra amor,
he pronunciado todo el universo.
Nombro la nube, el sol, la lluvia, el viento;
nombro mares tranquilos o en furor;
mas si pronuncio la palabra amor,
he nombrado el universo entero.
Escribo sobre el agua y sus espejos,
sobre la vida, germen y calor;
mas si pronuncio la palabra amor,
he evocado todo el universo.
2019
Jorge Dávila Vázquez (Cuenca-Ecuador, 1947). Doctor en Filología por la Universidad de Cuenca, donde fue docente por 29 años. Crítico de literatura y arte. Primer recopilador y estudioso de la obra de César Dávila Andrade, 1984. Premio Nacional “Eugenio Espejo” al conjunto de su obra y a su labor difusora cultural, 2016. Obras: María Joaquina en la vida y en la muerte, Este mundo es el camino, Los tiempos del olvido, De rumores y sombras, Danza de fantasmas (narrativa); César Dávila Andrade, combate poético y suicidio (ensayo); Historias para volar, Libro de los sueños , Arte de la brevedad, Juegos de fantasía, Entre dos mundos (cuentos breves) Memoria de la poesía, Temblor de la palabra, Río de la memoria, Árbol aéreo, Personal e intransferible, Poemas cotidianos (poesía); Espejo Roto, ¡A Escena!, El barco ebrio, Sombras en el amanecer (teatro); Tres novelas juveniles: El sueño y la lluvia; Soñadora, Elena, soñadora, Árboles para soñar (2016). Tres versiones de libros de cuentos para jóvenes: Minimalia, La oveja distinta, Entrañables (2017). Columnista en diario El Mercurio de Cuenca.