Poemas de Miguel Ángel Sanz Chung
De La Voz de la Manada
Rorcual
El tamaño del Rorcual es lo de menos.
Poco importa si su peso
es de cien o ciento cincuenta toneladas
o si es capaz de partir en dos un barco
con un azote de su cola.
Poco importa si su sonrisa de cepillo
es la más grande y sincera de la Tierra,
si carga un géiser sobre su espalda
o si es una fuente de agua
bendita por su alma.
Poco importa si respeta a sus congéneres,
si es inofensivo
o si su ego es más pequeño
que sus ojos de Caracol.
El Rorcual siempre será
el Elefante del mar,
el monarca sin trono.
Porque el rey es el antropófago,
aquel que ostenta el espolón sobre sus lomos,
la cimitarra asesina de cristianos,
el que sonríe con sarcasmo
y muestra los serruchos entre las encías,
el Tiburón y su olfato de Vampiro.
De Quién las Hojas
I
Nada queda ya en la rama
que se parezca al verano,
nada que tan siquiera semeje el más tenue deseo.
Y aunque más allá del campo y las avenidas
tampoco existe nada,
parece inminente abandonar la copa
para perderse entre los bosques,
las ciudades,
y buscar por todos los caminos.
Es tan comprensible,
casi inevitable,
que una hoja se interne en la noche
y deambule de un lado para otro
por cualquier paraje o sendero.
Es tan necesario,
totalmente ineludible,
que encuentre cobijo debajo de un banco
y se aferre
-casi con violencia-
a otra hoja extraviada,
para alimentar juntas, con la misma ansiedad,
el primero de sus deseos;
porque afuera en el parque,
a solo unos pasos,
en medio de la plaza,
un alcornoque
mira a un cerezo
como una fuente
mira a una estatua,
como un cerco
mira a una casa,
como una montaña
mira a otra montaña,
sin disgustarle siquiera,
sin complacerle tampoco,
exactamente con la misma atención que merece la niebla,
o un ligero cambio en el viento,
o un atardecer algo precoz
en un cielo, tal vez, despejado.
III
El árbol es el sueño,
la utopía.
La hoja sobre el suelo,
bocarriba,
justo cerca de mi cuerpo,
es lo único real.
Infinitas veces esta hoja habrá intentado caer
bocabajo, para ovillarse como un armadillo,
para cerrarse sobre sí misma como una pequeña
esfera, como una piedra insignificante que pase
desapercibida; bocabajo, para lograr ser algo
o nada que se pierda entre la maleza, entre el pasto
seco, sin que nadie se dé cuenta de su presencia.
Porque bocabajo nadie te conoce; solo reconocen
otra espalda, otro lomo. Bocabajo nadie sabe cuál
es la forma de tu rostro, ni si tienes los puños
cerrados, si aprietas los dientes, si frotas el cemento
con la frente o con los ojos. Bocabajo pueden
ahogarse hasta los gemidos; hasta las lágrimas
pueden sorberse bocabajo.
Y esta hoja lo sabe. Y yo sé que todo este tiempo
ha estado retorciéndose como una tortuga,
pataleando desesperada, mostrando -para más
humillación- las estrías de su vientre a los paseantes,
a los perros, a los insectos.
Bocabajo nadie reconocería el dolor en su rostro;
hasta la muerte podría llegar y no sabría si allá abajo
es tiempo de tormentas en la frente o si el sol ilumina
un cielo despejado. Bocabajo no estaría obligada a
mirar el mundo, ni el mundo podría mirarla,
desnuda, sobre la acera.
El árbol no existe.
El bullicio de sus ramas
es puro rumor,
solo mentira.
La hoja sobre el suelo,
bocarriba,
es lo único real.
Justo cerca de mi cuerpo,
a solo a unos centímetros de mi pie.
Y el impulso de posar todo mi peso
sobre su cuerpo,
para sentir el placer de oír cómo crujen,
uno por uno,
todos sus huesos,
es algo que no puedo evitar.
Y ella lo sabe,
pero no lo entiende,
ni me perdona;
para que eso fuera posible,
le habría hecho falta
poder andar sobre dos piernas.
De Paciente 164
Poema para ser escrito en el espejo
Ni Homero ni Dante,
ni Catulo o Safo,
ni Li Po, Tu Fu o Wang Wei,
ni Basho ni Kobayashi,
ni Góngora ni Quevedo,
ni Goethe o Blake,
ni Whitman,
ni Raimbaud,
ni Baudelaire,
ni Huidobro o Paz,
ni Lorca, ni Vallejo.
Lo sé cuando camino por la acera
y resbalo por la lluvia o el hielo,
cuando caigo bocarriba
y todas las miradas se fijan sobre mí;
lo sé cuando limpio las vitrinas,
cuando sirvo una copa,
cuando llevo la bandeja
y escucho el chasquido de los dedos,
los siseos, las llamadas;
lo sé cuando me miran con desprecio, con burla
o con encono;
cuando tomo la libreta
y apunto cada una de las órdenes
y “sí señor, ahora mismo, desde luego”;
lo sé cuando quiebro la vajilla,
cuando friego los platos,
cuando me corto los dedos
con los bordes de las cajas de cartón;
lo sé cuando doblo la espalda para barrer el suelo,
para recoger una por una las colillas,
las servilletas, las gomas, los caramelos;
lo sé cuando vuelvo a casa de madrugada
y camino liberado por los parques desiertos,
cuando caigo sobre la cama
como un árbol recién talado
y sueño con cubiertos, con vasos,
con familia;
lo sé cuando despierto
y en medio del sopor también lo olvido;
lo sé cuando estoy una vez más frente al espejo
y veo mi rostro casi familiar
pero más bien desconocido;
lo sé cuando tomo
como la primera vez
mi lapicero
y escribo los primeros versos
sobre mi cuaderno:
Yo soy el mejor poeta del mundo,
solo es el mundo el que aún lo ignora.
Gárgola
Pido perdón
si he dedicado mi vida
a seguir el rastro de la muerte,
si a fuerza de tal devoción
he tomado su rostro
y algunas de sus costumbres.
No los condeno por odiarme,
ni por preguntarse qué infeliz desquiciado
pudo colocarme en la cornisa de un edificio.
Tampoco los condeno por huir de esta mirada
o porque prefieran el encierro
a encontrarse con mi pecho en la madrugada.
Pocos son los que se dejan envolver por mis alas;
la mayoría prefiere el infierno de sus vidas
antes que entregarse al misterio de la noche.
Solo hay algunos desdichados
que se acogen sin amor a mi auxilio,
pequeños desesperados
incapaces de llegar a esa decisión con serenidad.
Pero ellos no imaginan
la terrible condena que pesa sobre mí,
lo difícil que es cargar con este cuerpo de piedra,
arrastrar estas enormes alas
que me pesan como dos lápidas
y desgarrar el cuerpo de algún hombre
que no entiende el favor que le hago.
Nadie sabe lo que es soñar
todos los días con el mismo milagro
(en plena mañana
mi cuerpo se desprende de la cornisa
y cae sin límites ni barreras
hasta desplomarse contra el asfalto
como una estatua de arena),
nadie puede vislumbrar la felicidad
de sentir cada partícula sobre el suelo,
creer que también existe un final para mí,
y después tener que despertar
en medio de la oscuridad,
apretando el cuello de otro desgraciado,
obligado a tragarme la envidia
de su muerte.
De La Casa Amarilla
Escritorio
Dentro del abismo
no se mira.
Al borde del precipicio de otra carne
no se ausculta,
los ojos no se asoman,
el cuerpo no se empina.
No importa que a través de los vestidos
puedan vislumbrarse salvajes estampidas,
en lo hondo del pecho de otro hombre
no se escarba,
no se hurga,
no se horada con herramienta alguna.
A pesar de que las piernas
tiemblen sin fuerzas,
las manos no se examinan,
no se penetra en la sima de los ojos,
no se coloca una trampa
en lo profundo de las amígdalas.
No querrás ver al hombre
obligado a hincarse sobre el suelo,
contrayéndose por los espasmos,
arrojando un magma incontenible
de gemidos y balbuceos.
El silencio que lo sostiene
es su última guarida.
Un gesto de despedida debería bastarnos.
Nadie debe conocer
las periódicas arremetidas contra el escritorio.
Detrás de este aviso
no existe revés.
Dentro del abismo
no se mira.
De Arte Rupestre
Arte rupestre
Este cubil es necesario para sembrar nuestros vellos como flores silvestres para quitarnos la cáscara de los miembros como la piel sobrante de las frutas para encorvarnos sobre el plato de carne como si nosotros mismos lo hubiéramos cazado para enmarañarnos sobre la cama como feroces depredadores con dientes de leche para desparramarnos sobre los muebles como guerreros sacrificados por el enemigo invisible para quedarnos catatónicos mirando la pantalla como los primeros pobladores frente a una lluvia de estrellas para retozar bajo el agua como animales heridos que olvidaron lamerse para gruñirnos cada dos por tres como macho alfa y hembra madre para reunirnos a la medianoche y rezar a cambio de favores esenciales para desplomarnos inconscientes hasta que los gemidos vuelvan a sobresaltarnos para grabar estas líneas y dar fe de nuestras costumbres hasta que llegue el momento de apilar nuestros huesos
De Diccionario Elemental
Drama.
Comedia
narrada desde la perspectiva
del protagonista.
Inspiración.
Coletazos de pez
en una charca seca.
REMORDIMIENTO.
Masticar la hoja del puñal
que antes hundimos en otra carne.
Miguel Ángel Sanz Chung
Nací en Lima, Perú, el 1 de junio de 1979. Estudié Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Pertenecí al grupo de creación y publicación literaria Sociedad Elefante. He publicado los poemarios La Voz de la Manada (2002), Quién las Hojas (2007), Paciente 164 (2009), Casa Abandonada/La Casa Amarilla (2011), Arte Rupestre (2013) y Diccionario Elemental (2017). Desde el año 2004 radico en Pamplona, España, y actualmente curso el último año de Psicología en la UNED.