Poemas de Alejandro Susti
Alejandro Susti
(Lima, 1959)
Estudió en la Pontificia Universidad Católica del Perú en donde terminó sus estudios de Bachillerato en Humanidades con mención Lingüística y Literatura. En 1991, viajó a Estados Unidos a estudiar una maestría en Comunicación de masas en la Universidad de Towson y luego un doctorado en Literaturas Hispánicas en la Universidad Johns Hopkins (Baltimore-Maryland) que culminó en 1999. Ese año regresó al Perú y a partir de esa fecha ha publicado los poemarios Corte de amarras (2001), Casa de citas (2004), Cadáveres (2009), Escombros de los días (2011), El río imaginado (2012, Copé de Plata), Bajo la mancha azul del cielo (2018, Copé de Bronce).
Ha publicado los trabajos de investigación “Seré millones”. Eva Perón. Melodrama, cuerpo y simulacro (2007) y Todo esto es mi país. La obra de Sebastián Salazar Bondy (2018). Como co-autor, Ciudades ocultas. Lima en el cuento peruano moderno (2007), Umbrales y márgenes. El poema en prosa en el Perú contemporáneo (2010), Antología Consultada de la Poesía Peruana Contemporánea 1968-2008 (2012), Del otro lado del espejo. La narrativa fantástica peruana (2106) y Extrañas criaturas. Antología del microrrelato peruano moderno (co-autor).
Editor de la obra de Sebastián Salazar Bondy (La luz tras la memoria. Artículos periodísticos sobre literatura y cultura [1945-1965], Lima la horrible y La ciudad como utopía. Artículos periodísticos sobre Lima [1953–1965]).
Es también músico y compositor (discos editados: Tren al Edén, Sueño en la ruta, Kaoscopio, Islas, Underwood, Hecho para el fuego y Muñeco de paja). Actualmente ejerce la docencia en la Universidad de Lima y en la Pontificia Universidad Católica del Perú.
Los diez poemas seleccionados pertenecen al libro Bajo la mancha azul del cielo (Copé de Bronce, 2018)
VENECIA
…die unwahrscheinlichste
der staedte
T. Mann
En Venecia
no escucharás más el lamento de las ambulancias
llevando el cargamento de la lluvia
el desencanto del tranvía que rasga los oídos de la noche
las altas chimeneas
ni el tinglado alto de las fábricas
tan solo un lenguaje de puentes y de cúpulas extendido en la distancia
de rumores de marea
rítmicos remares de espuma
y tañidos de campanas desglosando el abanico de las horas
Venecia
isla de callejas
palacios plazoletas
pórticos mercados
ciudad inverosímil erguida entre el mar y tierra firme
de cóncavos celajes hundidos bajo columnatas
nave
pez
cuerpo que jamás encallará como lo hacen los barcos
que hambrientos de tierra se precipitan hacia las profundidades del océano
nave
pez
cuerpo en el que yo también me hice isla
puente
laberinto
náufrago arrojado hacia los confines de tus playas
Venecia
en la plaza de San Marcos se acumulan vuelos de gaviota
procesiones de sombreros
parasoles de bañistas
y el verano ya se anuncia en el Grand Hotel de Bains
que lame el Adriático con su lenta lengua de cenizas
el verano con sus damas y doncellas
y los hijos que devuelve la resaca del invierno
el verano de los pobres y los viejos que trazan
su sombra por debajo de las banderolas
suspendido como una rosa blanca por el aire
inclinando su sombrero hacia las olas
Venecia
los pilotes juegan bajo el agua un ajedrez verdoso
y la masa de un féretro arde por el Gran Canal
y yo desde un balcón iluminado contemplo
las nubes que recorren tus ventanas
el cuerpo de tu nave que ahora me viene a la memoria
como una góndola perdida en el centro de la noche
pez alado que retorna atravesando el teatro del mar
trayendo en sus brazos una ofrenda
que ya nunca más volveré a acariciar
CATEDRAL
(Milán)
¿Où se trouve la specificité
du vitrail gothique?
G. Didi-Huberman
Paso a través de la luz polícroma que baña las columnas, los mosaicos, el aire dorado que colma la nave de la catedral, inmerso en el instante en que mi cuerpo se diluye bajo el ala del color que desciende desde los vitrales. No soy parte del mundo que atesoran estas anchas paredes y bóvedas magníficas: inútiles mis pasos se acumulan bajo el eco que pronuncian los inalcanzables arcos de sus cielos; mi vista apenas reconoce las escenas que proponen el vidrio, los minerales coloreados o la madera de los confesionarios, y mi mente a ciegas vislumbra el cálculo fecundo de los arquitectos y constructores que pesaron, midieron y luego verificaron la resistencia de los contrafuertes a los embates del tiempo.
¿Qué hago entonces inclinado sobre un relicario, contemplando el cadáver de un santo o intentando descifrar las frases que sentencian el legado del obispo y la gracia de su espíritu? ¿Qué hago desdoblando con mis ojos el vetusto pergamino que descansa en la vidriera, recorriendo los dictados de la letra indescifrable que un copista plasmó aun a costa de su cansancio? ¿Qué hago yo, en fin, rodeado por este vasto universo de símbolos y designios, atravesado por la propia insignificancia de mi tiempo?
Como el copista y acaso los albañiles, artesanos, joyeros, vidrieros y escultores que trabajaron por siglos entre las paredes de este templo, me declaro ignorante ante los misterios que la luz depositó sobre los altares y oratorios: ignorante como el volumen de mi propia sombra posada sobre el cuerpo de las horas en que el artífice crea y desdice así las miserias de su existencia. Pero, a pesar de ello, me atrevo a afirmar que aún bajo mis párpados subsiste un pequeño resto de la fe que movió a aquellos mismos hombres a levantar desde la humilde altura de sus fuerzas, la formidable morada que algún día protegería a sus semejantes del polvo de la muerte.
ÁRBOL DE SANGRE
(Torre Bissara)
La sangre discurre por oscuros peldaños
viaja
recorre países
mares
puertos
hasta el día en que brota ceñida al sepia
de una fotografía
Por las calles de esta antigua ciudad
la sangre ha llegado hasta mí:
bajo la torre inclinada al poniente
que ciñe con su sombra a la plaza
la sangre me trae a mi padre
sentado en el regazo de su madre
como una hoja desglosada desde el alto
árbol de las horas
Ahora sé
que las hojas del árbol de sangre
crecieron como silenciosos manantiales
llevando siempre la membrana
por donde todos más tarde
habríamos de caminar con los ojos plegados al viento
como el ave que atraviesa el aire hasta posarse
en lo más alto de la torre y desde allí vislumbrar
el movimiento de la sangre discurriendo
hacia la sombra de la plaza
PALACIO REAL
(VERSALLES)
Jardines de tapices y espejos, tilos que escala el viento. El frío roza los estanques y las aladas geometrías descansan sobre el lienzo del paisaje. A la entrada del Palacio, la estatua del rey no podría haber nunca avizorado la masa de turistas que hoy palpa el liso terciopelo de la vida cortesana. Al lado del Gran Canal, ruedan bicicletas y trota luminoso algún atleta. Un galgo husmea en la hojarasca, una bandada de patos patalea al pie de una estatua y las fuentes apagadas no celebran más sus ritos: Neptuno, Apolo, Saturno y Baco ensayan una ociosa danza y las ninfas ya no ocultan más el rostro a los sátiros.
El Palacio es ahora un museo y sus jardines el laberinto por donde se pierden las pisadas de los visitantes. Versalles no es más el corazón de Francia o del Estado, la casa de los reyes, el recinto de los nobles o el pabellón de caza de un delfín. Un día simplemente la Historia decidió cambiar el curso de sus pasos y luego el pueblo se deshizo de la mueblería, la capilla portentosa y los magníficos retratos, y quedó solo el teatro, la escenografía del paisaje de los bosques extendido como un barco encallado en una playa.
De vez en cuando en las noches, por los corredores resuena la voz del rey llamando a una amante o, sobre el lecho de la reina, asoma tibio el retazo de un cabello. A veces, las chimeneas boquean exhalando las cenizas de un amor iluso y los altos cuadros se arrodillan para ver pasar a una doncella, resuenan los violines de una contradanza o el lamento de una marcha fúnebre por el duelo de la monarquía. El polvo de los palios desciende sobre las alfombras y descubre la tétrica calva de la madre de las dinastías, la fugaz belleza de antaño abandonada como un cadáver en una lección de anatomía.
A veces, en los jardines las hojas de los árboles se cansan de caer y entonces llueve una sombra decrépita sobre el mundo que no alcanza a ocultar el paso rengo y solitario del Rey Sol perdiéndose en la lejanía bajo la mancha azul del cielo.
FORO ROMANO
Roma quanta fuit
ipsa ruina docet.
Anónimo
Sobre el mármol de las cornisas yace el peso inútil del cielo. Lentas lágrimas de piedra se derraman por las altas columnas. A la vera de la Vía Sacra, los pilares ya no sufren más sus cicatrices ni las escaleras sus ascensos clausurados, pero aún los frisos manan sus negras mordeduras.
Hace muchos siglos, llegado desde los confines de la tierra, el viento sembró su lengua amarga entre estas ruinas y desdijo los días en que el agua acariciaba el mármol y las vestales custodiaban el fuego sagrado. Poco a poco, como una vieja adivina, el viento inclinóse hacia la tierra y arrumó despojos para luego encender fogatas y arrastrar carruajes hacia el ángulo caduco de los arcos victoriosos. Hoy las columnas y sus capiteles aún proclaman la belleza indescifrable de la ruina y, bajo el pórtico de un templo, una diosa invisible pronuncia un oráculo que ya nadie reconoce. Y mientras tanto los corros de turistas se amontonan y revuelven en minúsculos periplos, agitando las pequeñas alas de su prisa hasta el día en que el viento los derrumbe, calle y sepulte bajo el mármol.
VISITA AL MUSEO
Les artistes
nous aprennent à voir.
D. Arasse
Mirar es olvidarse de los nombres
desgarrar el oro avejentado del color
mirar es un rumor de sedas
que no saben del estampido de la luz
(Las paredes del salón:
ángulos de luz y noches tiepolescas
gabinetes de dibujo
medallones combados
panes de oro
y candelabros reflejados
Las paredes del salón
altas y cielescas
de frescos entramados
bodegones
paisajes
y raptos de ninfas)
Mirar como quien discurre por un laberinto
y palpa el marco que esconde tempestades
levantadas por las ráfagas del genio
mirar desde la columna vertebral del ojo
que desciende por el lienzo y descubre pieles
huesos
mantos abrazados por el polvo
Mirar para verter asombros
arrancar caricias
desvirgar bellezas
implantar la implacable destrucción
y fundar el continente de los ojos
Mirar para que caigan de a pedazos los paisajes
para sellar la boca del experto
clausurar las bóvedas de los banqueros
mirar para verter veneno en los pozos
y hundir en la garganta de los ojos
la feroz espada del misterio
UNA MUJER PELA UNA MANZANA
(Ter Borch, 1661)
a Clara y Alina
Ellas son dos niñas en el fondo de mis ojos
habitantes ambas de la casa de mis días
una pela una manzana
la otra vive en el asombro
La madre niña es mi hija
y posa la mirada en la carne blanca que se abre
en la curva comisura del vástago de la manzana
y así la roja cáscara cae en su regazo
y lentamente descubre el velo de su cuerpo
la blanca superficie de la sábana que sacude la memoria
y el tiempo que antes reposaba en el acto
se desnuda y retorna en su pequeña hija
Ella, con sus ojos mudos y perplejos
contempla las manos de su madre
y en el cuarzo estrellado de sus ojos yo recuerdo
a su madre preguntando a diestra y siniestra
sobre mares pulpos y muñecas
sirenas ciervos y princesas
llevando ese sombrero viejo que ahora calza la pequeña
sombrero hecho para niñas preguntonas
que no se satisfacen con saber que el mundo
es una manzana roja cuya cáscara se curva con el tiempo
hasta caer sobre el regazo de su madre
LA BORDADORA
(Vermeer, 1669-1670)
La inescrutable delicadeza
la impenetrable intimidad de la muchacha
concentrada en la trama del hilo que borda la inaccesible esfera
en que sus ojos se diluyen bajo la finísima gasa de la luz
Ella no apoya sobre sus rodillas la tela
–como dictan los viejos lienzos holandeses–
sino suspende sus manos sobre una mesa
en la que reposan el libro y el tapiz
el obstáculo del ojo que intenta acercarse a su gesto
ojo que ceñido al umbral de la imagen
la recorre una y otra vez
sin hallar nunca su mirada
Atado a la aguja el hilo blanco
siembra paciente la diminuta línea que atraviesa la tela
y así la muchacha
–como el pintor–
es entonces la artesana que eleva el lienzo
hacia el ojo del futuro
el ojo ausente de quien más tarde
volverá a intentar asir el campo de la luz
en el que ella se baña tan solo rodeada
por el rumor de la aguja que cose
la contemplación y la palabra
la sombra del día perdiéndose en el eco de la tarde
inclinada sobre el manto de las horas
PIAZZA NAVONA
(van Wittel, 1699)
a Ximena
En el lienzo de van Wittel
la Piazza Navona persiste:
los toldos descienden como sábanas tendidas
al levísimo viento del verano
y en el centro
la Fontana dei Quattro Fiumi
derrama sus aguas bajo la sombra
del Obelisco de Domiciano
Nada en realidad nos separa de esa clara mañana
acaso solo el hecho de que tú hayas llegado cansada
–los pies adoloridos–
desde que partimos de la Vía del Corso
y atravesamos el Panteón para llegar hasta aquí
Sé que ya no es el verano
y que nuestras vidas han envejecido
(como el lienzo de van Wittel y la sombra del Obelisco)
que acaso nosotros
y la pintura y las esculturas de la Piazza
son tan solo el residuo del viejo sueño
que un día Bernini plasmó en el mármol
y aún vibra bajo el agua de la fuente
y que quizás hasta el propio Bernini fuera soñado
por el artífice del antiguo Estadio que existió
en esta misma plaza hace siglos
Pero nada de todo eso es certero
y lo más probable es que mis palabras sean solo los hilos
con que la hilandera del tiempo teje y desteje sus sueños
mientras la vida se agosta poco a poco
hasta terminar en el nudo que derraman nuestros pies adoloridos
a la sombra del Obelisco de Domiciano
OLYMPIA
(Manet, 1863)
Quand la foule rit,
c´est presque toujours pour un rien.
E. Zola
La modelo yace sobre el lecho. Algo en su mirada invita al intruso, a quien se postra ante su cuerpo: el burgués –un amante, quizás– la reconoce y siente la turgencia de su vientre. Imagina entonces el corsé regado al pie del lecho, la tenue y temblorosa luz de la habitación, la ropa interior –tibia aún– posada en el descanso de la silla. El hombre se fija luego en los pies que asoman vulgares bajo la forma de las babuchas y recuerda su pálida planta reflejada en uno de los espejos. Al lado, la sirvienta negra ofrece a su patrona un bouquet de flores apenas perceptibles en las pinceladas del pintor.
En la sala, un espectador balbucea unas palabras incomprensibles, otro comienza a reírse socarronamente. Por el amplio salón, otros cuadros intentan seducir a los testigos, pero la mujer desnuda reúne todas las miradas, la curiosidad morbosa de los hombres que se acercan hasta ella para casi palpar su cuerpo.
Un crítico detiene su atención en el ángulo recto que forman las almohadas sobre las que descansa la cocotte –qué duda cabe– y nuevamente posa su mirada en ese cuerpo plano, sucio y perezoso dibujado con torpeza, esa palidez que renuncia a todo matiz, bañado en una luz uniforme que contrasta agresivamente con el fondo empapelado de la pared, la rústica decoración del antro –un sitio de placer, claro está–, el borde rojo del colchón que sobresale por debajo de las sábanas, los pliegues dibujados con prisa como bocetados con provocación y, a un extremo, esa especie de criatura horrorosa –el gato–, erizada como el sexo de un hombre, clamando la atención desde la esquina del lienzo, con los ojos –¿son ojos?– desorbitados y a la vez amenazantes, como dos monedas brillando en la oscuridad.
Luego el crítico se detiene en el rostro de la sirvienta: el labio inferior se ofrece como la pulpa fresca de una fruta, la mirada absorta en los ojos de la patrona quien a su vez lo mira a él, y entonces el crítico descubre la dureza e indiferencia de esos ojos –uno más grande que el otro– como respondiendo a la asimétrica distribución de la nariz, las cejas y, por debajo, la boca sellada con una falsa delicadeza, los senos apartados cediendo al peso de la carne que los colma, el vientre curvándose en su descenso hacia el ombligo y, por último, acaso lo peor: la mano abierta –grotescamente imitando a la Venus de Tiziano– posada sobre el sexo y ocultando lo que muchos descubrieron desde el momento en que la vieron: una vulgar prostituta invocando la atención de los espectadores, pintada por ese provocador cuyo nombre siempre aparece rodeado por el escándalo y la risa de quienes contemplan cada uno de sus cuadros, y comprueban que nunca pasará por ser un pintor de su época.