Tres poemas de Pájaros breves en el techo, de Julio Eutiquio Sarabia
JULIO EUTIQUIO SARABIA estudió Lingüística y Literatura Hispánica en la Universidad Autónoma de Puebla. Ha publicado los siguientes libros de poesía: Pájaros breves en el techo, El tenue rededor del mundo, Tesitura, Entre el aire y la luz, Mudar de vida, En el país de la lluvia y Cerca de la orilla. Figura en variadas publicaciones periódicas y antologías nacionales e internacionales. También en 1994 obtuvo el premio José Fuentes Mares. Ha obtenido diversas becas financiadas por Conaculta y fue miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte entre 2011 y 2013. Ha sido editor en varias revistas e instituciones. En la actualidad se desempeña como subdirector de la revista Crítica, publicación cultural de la misma Universidad Autónoma de Puebla.
Tres poemas de Pájaros breves en el techo
Invocación de Nausícaa
Ven y toma lugar alrededor del fuego entre nosotros,
entre quienes ––ansiando los oráculos–– urdimos ceremonias
los fines de semana
y, sobre la ruina de insólitos tapetes,
un mazo de naipes ponemos a consideración
de la mano santa.
Nadie, de entre los nuestros,
vislumbraba edictos, lauros o jolgorios;
sabíamos, sí, que la simulación y las mentiras
piedras blancas eran donde la oscuridad
increpaba, con tizones, la tormenta.
Fue persistente la búsqueda enfebrecida de las huellas
y la fisonomía próxima al balbuceo o al origen.
En la precaria luz o en la soleada marcha de los pinzones
que iban tras los huecos o, entre las costillas, el galeno al oprimir:
“¿Aquí se golpeó al caer de aquel naranjo en otro invierno?
¿Dice que terminó de bruces, abucheado en ese cuadrilátero,
y que, en su mandíbula, sintió los guantes de Jack Dempsey,
asimismo la cuenta protectora de los suyos y la campanada final?”
Hallado el rastro donde hubo un lindero, la clave
para arribar a la siguiente puerta,
los recuerdos más remotos
(¿los intuiste tú cuando te alzabas, la puntas de los pies en un estribo?):
“Los objetos están más cerca de lo que parecen.” “¡Cuidado!”
Vasta precaución tuve en el cruce de caminos
y, al rodear las islas, redoblé la cautela
cuando la multitud se explayaba
en puntos de vista
procedentes de otro tiempo y otro modo:
“Umbrales atraviesa el extraño entre esdrújulas y llanas
––‘confeso valedor de vocablos sin remilgo’,
agrega ahora por exigencias del currículum.
Sus asuntos, sangre y exilio, cultivados por un ciego,
lo tornan un ave destemplada en la tormenta;
pero vertido su karma en el manual de sombras,
se vuelca hacia los laberintos del sentido recto.”
En las monumentales líneas de la mano
alguien tatúa el reloj futuro de la novia.
––Léeme otra vez cuando despiertes,
léeme cuando retornes al país de los feacios.
Instantánea de un traje oscuro que emblanquece
Y siempre los trajes descolgándose
César Vallejo
En soles su compra pudo haber sido pero otro sol delata su pobreza.
Recorre las calles e interroga
los antojos de la tarde en que rimaba
las calorías con la atingencia imprevista del vocablo.
La posesión del fruto, un dije momentáneo, el dato reconocible
en los legajos que después tendrá el sepulturero,
el regocijo de saberse la espada del difunto
o ––engaño–– el mero solaz del guardapolvos.
(Al registro de pertenencias me dirijo algunas veces,
indago y sumo,
saqueo e ingiero,
para acercarme al sastre que imanta el cielo con tijeras.)
Vuelve la lluvia sin que otra sea la vestimenta cuando escampa,
ni cuando el desconcierto de relámpagos prosigue,
apenas el horizonte oscurece las puertas de las urbes.
En tanto separa, une también la bruma lo vasto a lo pequeño,
el círculo al cuadrado, la hoja de ceiba a la pericia de la mantis,
el cuello al disimulo,
la ropa incandescente al laberinto,
lo sucesivo a la frontera,
los lácteos al ratón…
Evocan cuantiosas imágenes una moneda
que, en los espejos y en el sueño, se repite:
a veces de perfil este cadáver,
tan blanco que se confunde con el alba;
a veces, sobre todo si prolonga su mudez,
un golpe en la penumbra lo aclama con notas musicales.
Dominio de la sombra al contemplarse en el azogue
sin que una fecha sea menos grave o menos crecida
ante otra cuyos holanes de terciopelo la decoran:
un bulto la noche andada y la imprevista
que ronda las puertas sin aviso.
Sin que fulgure la luz en ese cuadro, un lienzo conocido,
una molécula anterior realza en las noches su contorno
de hermética apariencia ante quien le habla
más quedo que a la muerte:
a la intemperie destina éste sus reclamos
pero silencio recibe en recompensa.
Alumbra ahora el fuego manchas de sangre en la camisa,
no obstante sin aspavientos aparecen
e infestan la faz de borborigmos.
Sin adversarios, acometen el temporal
desasosiego del jinete
en esa hora.
¿No es desvaído, César, el aspecto inmejorable para un traje?
Pájaros breves en el techo
I
Melanie Birds emerge desde la oscuridad anterior a toda sombra.
De espaldas o de frente, consigo la órbita en la que gravita,
es la galaxia primera en el desorden y la tenue gravedad de la sospecha,
el rostro naciente de la conjunción que enarbolan la inocencia y el delito,
los opuestos para engendrar orquídeas excelsas en medio de la envidia.
Más diría si no fuesen hipérbole la Vía Láctea
y el punto infinito que interrumpe en sueños la placidez de los culpables.
Si se pudiera –digo–, si fuera posible ofrecerle todavía una sortija a Magdalena,
llevarla al patio, lejos de los vagones del metro a las veinte horas:
“…estás más buena que el pan tan mencionado en las cervecerías
y en la traída liviandad de la llevada por capricho; un lazo merecido,
un cetro de bella entre las bellas que aguardan un brindis en la plaza…”
Si pudiera, más diría; si fuera más diestro en el tajo o en la tajada,
ah cuánta luna de entremés y de merienda, ah cuánta luna tras un biombo.
Luz negra, la adivino, que se desplaza entre mendicantes ayunos de mascotas;
sus dedos, en el arpa suprema de la obediencia a las pulsiones,
atreven melodías en las que disputan los ángeles sus arias y sus coros.
Menos visible la espuma de su pecho y más turbulentas las aguas
que concitan relámpagos multiplicados y el puerco descenso de los ríos,
ora su nombre reclama por delante, ora su estribo
lo quiere en el corcel que relincha en las marquesinas de La Curva.
Amniótico aún su balbuceo, del lecho se desprende con el vientre encendido de las parturientas
que anuncian basiliscos, desosegados murciélagos en las almenas, potras que llevan la muerte en la montura…
—Si sólo cantara.
II
Empavorece la muchedumbre ante su faz lavada por la niebla
—el sitio de la Hilandera que prende calamitosos alfileres en el sayo
mientras desgrana confusos parabienes,
graznidos de cuerva sometida a la abstinencia
y, uno tras otro, la parsimonia ejemplar unos instantes, los túmulos va cubriendo de ceniza—,
el húmero y el fémur en el cabello alto del peinado (después se dijo),
la ropa diversa de quienes persiguen reliquias en sus muertos,
la voz de madre y de madrota en la caricia primera que multiplica las ganancias.
(No digo yo quién habla ni habla quien yo digo.
Está el origen en el vahído y en el útero, en el nirvana y en la Biblia,
en el puñal de Otelo y en el paisaje desolado del cianuro.)
Interminable polvo se levanta de la tierra
y torna más árido sobre el legado de los muertos:
cardos ni lilas brotan; zanates revolotean iguales a pavesas
de recurrentes hecatombes que, a intervalos,
vuelven con una luz que provoca escalofrío.
Estalla, de pronto, en tartajeos de estrella aprisionada por el talle,
loca la luz que surge de su idioma, delirante el aya que se entrega a dudosas abluciones
y olvida el mantra entre oráculos y rondas.
La fulmina el vacilante tentar de la ceguera
(¿ven aquellas larvas el arrojo voraz de sus verdugos?,
¿miran las ciervas cuán suculentas sus ancas son ahora?)
como si un aleteo acompañara su estancia en Roma o en la bahía,
por donde cruza después de interrogar al envejecido Caronte que suministra bártulos de caza
y frascos de polvos mil veces maravillosos,
gramos de luz incontinente y lluvia de estrellas en los plexos.
III
“Nadie”, podría decir para perderse en el páramo o en la jungla.
“Amanuense”, también podría argüir para inclinarse en el venero de las purificaciones.
Pero no: estatua temblorosa, soplo de frágil continente,
Melanie Birds emprende la marcha tras el tañido que doblega sierpes, piedras, ríos, exuberantes vegetales;
vuelve los ojos de musgo iluminado por la lluvia;
cavila, delata nubarrones en sus labios; muda los hábitos de las crisálidas;
carraspea sincopadas melodías en medio del delirio…
Vienen diciendo que suben a los trenes,
en medio de la noche, en pares los difuntos.
Fuera de temporada, son muchos los que viajan,
visibles para unos, ocultos para otros.
Es natural cuando se viaja en compañía
que ante el espejo alguien espere, gastada ya la tiza:
“Basta, para nombrar, apenas el silencio.
Todo reflejo es una puerta de interrogantes infinitas.”
Melanie Birds levanta olas a su paso
y vierte ceniza en la ingente orfandad de los espejos:
abraza clavículas que llama corazón, evoca solteros de reojo.
(Novia de pretéritos azahares se recuerda.
A su lado la dicha caminaba.
Lo supo —rememora— porque ninguna sombra
turbó su andar al borde de las calles
ni querubín alguno la abandonó
cuando las palomas la rodearon en San Marcos.)
Melanie Birds calcula la proporción de su deseo al expeler el humo de un Gauloises.
IV
La barca prosigue entre presagios, muy lejos aún de la ribera.
Pañuelos como espuma flotan en el agua. Moscas difuntas
desde el cielo descienden con tornasolados guardianes
que contemplan, pasmados, el prodigio. (¿Melanie? ¿Las aves multiplicadas una vez?)
Caía el sol a plomo sobre las olas mortecinas
y la furia cainita del homo sapiens aplacaba sus tizones.
Yesca resguarda Melanie Birds de sus estancias pasajeras.
(Soporífera leche bebía para eludir la culpa
que se agudizaba al paso de los trenes.
Trajes roídos surgían ante sus ojos de espabilada hembra
que peina sus cabellos con dejos de indolencia.)
Horror vacuno advierte en cada fisgón tras las ventanas,
ahora revestidas de oropel y melosos corazones.
Un instante detiene su andar
y luego, placer antiguo de alquimistas, a un chasquido le siguen yerbajos y pedruscos.
Melanie Birds consiente pesadillas al ene embotamiento
e ignora que obsequia especies muertas tras el descenso de su Arca;
sobreviven ofidios, quirópteros, pedestres piezas engalanadas por el mar.
Oscuras túnicas en las mañanas de cobalto
velan su cuerpo enternecido por ósculos y magullones;
vesánica leche alienta dislates y dislalia: ictus, carcax, cambujo, ulié…
Colecciona amuletos para quebrantar la rutina de los padres y para encender hogueras
y engranajes que ocultan el deshielo de la depresión en el dulce de amaranto.
Abre sus manos y exime al mundo de baratijas y de dioses.
Si sólo cantara.
Si sólo emitiera la luz de las luciérnagas que pueblan la bóveda celeste.
Si sólo un laúd acompañara sus visitas.
Si sólo postales de Roma pusiera en el correo.
Si sólo fuese la fuente de su hipnosis el ladrido de los galgos.
Si sólo…
––Desconfía de las palabras que no brotan del tartajeo de la lengua.